Algo se vela cuando abro los ojos.
Tanteo como ciega entre la bruma.
Quiero traficar imágenes.
Saber quién soy del otro lado.
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Otra vez insomnio. Dar vueltas tratando de encontrar un punto de apoyo donde dejarse caer. Hablar con alguien que no está. Querer hacer silencio. Esperar. Los ojos son dos faros de auto proyectando luz sobre una ruta oscura.
Esa necesidad de luz que no te deja ver, me digo.
Tengo que enseñarme a estar ciega.
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Días de horizontes brumosos. Las cosas pierden sus límites. De golpe una rama me pincha la garganta o estiro la mano para buscar el vaso de agua y se aleja, se resbala, cae. Le pido al sueño algo como una casa. Soy una peregrina caminando en círculos en el desierto. Me froto los ojos y los cierro, me dejo llevar por la inercia del sueño. Ojalá se dibuje un camino.
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Escribo para que algo sea. Confío en el silencio de la página en blanco con una devoción de una monja de clausura. Deslizo el grafito del lápiz como si te acariciara a la distancia. Una correspondencia secreta. Mi pacto con el tiempo.
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Un poema está hecho de esa textura iridiscente e inasible de la que están hechos los sueños.
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Otra vez Bachelard: “El misterio poético es una androginia”. Podría tachar poético y escribir del sueño y seguiría siendo lo mismo. Como un monstruo vestido de fiesta, como una sirena, como un bebé viejo, como una medusa con cabellera de pulpo que atrapa recuerdos, como un vampiro perdidamente enamorado de un animal humano, como un dragón solitario flotando en el lago de un puente de un castillo milenario, como una mantícora escondida debajo de la cama, como una gorgona metida en una crátera de vino, como una oruga que brilla en la noche con el croar de las ranas, como mi lengua intraducible a estas palabras.