El cielo era un interrogante de nubes violetas. Elba se asomó a esa tarde oscura, manos en jarra, mentón levantado, parecía olfatear el aire. Giró y se metió en la casa. En el dormitorio buscó el rosario de piedras blancas, a los pies de la imagen dibujada de Bach. Se persignó. Lo enroscó en su mano derecha y salió al patio. Los pájaros cantaban con más fuerza, en verdad desde hacía semanas no callaban su pedido de agua, como si en esa protesta llevaran, también, el reclamo de los sembradíos mudos, de los molinos asqueados del sabor amargo del polvo. Elba se arrodilló. La cruz se columpiaba, los labios, custodiados por unos ojos cerrados, apenas se movían. Un escándalo en el cielo le conmovió el cuerpo, ella no le dio tregua al rezo. Se persignó dos veces y arremetió, a viva voz, con el “Dios te salve…”. Los pájaros clamaban, feroces. El viento corrió entre los árboles, levantó la tierra en un remolino agotado. Elba apretó el rosario, llevó las manos cerca de la boca. La fe es una palabra inexacta, un acto que no pide explicaciones. Las cuentas del rosario corrían entre los dedos y se clavaban en la carne. Nada puede durar mucho tiempo, ni lo bueno, ni lo malo. Esa era una frase de Arnaldo, su esposo. Elba prefería creer que Dios no lastimaba a los buenos. Un olor a tierra mojada llegó desde el vientre de la tormenta. Luego azotó el paisaje un trueno afónico o desganado, casi por obligación. Quizá un preaviso de la desilusión. Las nubes intentaron formar un laberinto algo paupérrimo. El sol comenzó a filtrarse. Ni una gota. La tormenta se alejó entre ocres oxidados, sin apuro, tal vez con la vergüenza de lo incompleto.
El rosario había dejado marcas en la carne, algo habitual de la religión. Los pájaros comprendieron lo sucedido y perdieron la fe antes que Elba. La vida es una ecuación de errores. Ella, testigo de tantas agonías, no los condenó. Lo más peligroso de esas aves era cuando, con la angustia en las plumas, pretendían volar. Daban vueltas en círculos imperfectos, a cualquier altura, hasta que caían en picada. Otras veces no volaban, elegían estar un buen rato bamboleándose en alguna rama seca, ofreciendo una queja sin música. Luego se desplomaban. Cada semana, frente a su casa, aparecían dos o tres pájaros muertos.
La distrajo un galope que venía del lado de los Medina.
Elba se limpió las manos en el delantal cuando oyó que el galope se acercaba. Se ordenó el pelo y procuró alisarse la ropa. No quería quedar como una impresentable. Por un segundo pensó que podía ser otro jinete, todos sabían que ahí vivía una mujer sola y eso era sinónimo de fragilidad. Cuando el galope le pareció suficientemente cercano, tomó la escopeta, la calzó bajo el brazo y salió a la puerta de la casa a esperar. Las piernas abiertas, el pelo prolijo, el arma entre las manos.
Elba alzó la cabeza para ver al jinete. Como cada vez que el Medina mayor le hablaba, ella se detuvo en esos ojos azabaches.
—En el pueblo decidieron. Bueno, en verdad decidimos, que es hora de hacer algo para terminar con la sequía.
Ella lo miró y afirmó con un gesto.
—Vamos a contratar a un llovedor que viene de las tierras del sur. Parece que hay buenas referencias.
—¿Parece?
—Usté sabe cómo es esto —dijo algo nervioso el Medina mayor y tiró de las riendas del caballo que apenas retrocedió unos pasos.
—Le decía que viene del sur, hizo llover en lugares imposibles, según cuentan. Está de paso por la zona y va quedando poco por perder. A lo mejor puede traer la lluvia.
Ni Elba ni el Medina mayor aún lo sabían, hay tristezas que necesitan una vida para olvidarse, y a otras no les alcanza ni con la eternidad de la muerte.