Maniobras combinadas, sopor de formalina, la palabra «bisturí» florando en el adiós, y todo comienza a latir. La danza es perfecta, las manos ágiles, las tijeras brillantes, las gasas hinchadas y blancas, apretadas en las puntas doradas de las Liptmann. Del cielo baja una luz fría y perfecta, una luz que no proyecta sombras, pero provoca relámpagos en los objetos cortantes, en los punzantes, en los filantes y en los continentes. Sobre una bandeja de plata, una hilera de piezas combas de materia blanda y translúcida esperan insensibles. Salomé respira bajo el paño de campo, el cirujano le corta el pasado, le erige un futuro turgente y perpetuo, le aspira la efusión de sangre que filtra por las incisiones —ego ti absorbo—, abre los tejidos y ensambla un par de hipérboles mamarias, un tafanario in pectore, dos universos neumáticos que sobrevivirán a todas las guerras. Tras las puertas vaivén, se reaniman las recién hiperbolizadas, una Salomé junto a la otra, cada una en su bandeja de plata. Dormitan con ojos entreabiertos, mareadas, descalzas de todo. Resucitan en sincrónicos intervalos de siete minutos por teta. Apenas les vuelve la conciencia van tratando de sentir sus inflamaciones, sus espiras, su repentina abundancia. Sienten ardor, pero no se ve. Sienten dolor, pero no se ve. Sólo se ve una pleamar de pechos por donde navegarán las miradas, y quizás las manos, de marinos, pescadores y piratas. Un océano de polímeras ubres erguidas para siempre. En el quirófano, el cirujano da la puntada final y anuda la sutura con su firma imaginaria. Es un artista. Salomé y sus pezones eternos ya están listos para cortar cabezas.