Vía férrea de Aharon Appelfeld es simple en apariencia, pero resulta compleja y múltiple; transparente y sombría, su escritura trasluce una humilde grandeza, en un pacto de altura con las palabras, nunca sensiblona ni efectista (en la traducción de Raquel García Lozano que intuyo muy buena, a pesar de mi ignorancia del hebreo y de ciertos españolismos inevitables que serán ruidosos a cualquier lector argentino, nada a lo que no estemos acostumbrados).
Novela de viaje ferroviario, tiene ese dinamismo a la vez conjugado con la fijeza de una novela sentimental. Avanza en un sentido, los pueblos europeos del itinerario prefijado son recorridos, como todos los años, y el tiempo transcurre sin sorpresas. Los eventos relevantes pertenecen al pasado rememorado por el narrador; a la vez se lee un detenimiento, una foto irrespirable, marcada por la historia (también en mayúscula) y por la marca de la historia en los cuerpos y los ánimos, el propio y el de los demás. En los años anteriores se ha cimentado una experiencia que ahora se narra para que la historia, por fin, avance en este viaje. Ese es, pues, el hito que invita a narrar y justifica el hecho de hacerlo. El narrador dice que la ruta y la memoria se inscriben en su cuerpo, y que su memoria es su tragedia. Las pesadillas y la melancolía son la materia con que se convive.