Antes de empezar a escribir creía que se empezaba un texto bien sentada, frente a una hoja en blanco o a la pantalla de la computadora. Creía, como muchos, que había que enfrentar la hoja en blanco, ese mito urbano tan arraigado. Un mito feroz, tan feroz, casi como el de la vagina dentada. Creía, como muchos, que se enfrentaba al monstruo dentado de la hoja en blanco con disciplina, persistencia y sobre todo, con un horario establecido. Por la mañana. Por la tarde. Siempre a la misma hora. Los consejos que circulaban, en ese sentido, eran parecidos a los de los médicos para combatir la constipación: sentarse todos los días, a la misma hora, en el mismo asiento, aunque no tengas ganas. Ya el organismo se iba a ir reeducando, lo ibas a ir programando para que a esa hora estuviera listo y pronto a producir. Y en mi caso, de seguir esas indicaciones lo único que podría escribir son cosas anodinas, sin sustancia. Una mierda. No deja de ser paradójica esta conclusión. Muchos piensan que la escritura es una actividad oral y es un gran error. Y esta comparación constante del sentarse todos los días a la misma hora muestra que el escribir, como toda producción, no es una actividad oral, sino anal. Hacer una marca, una producción, un algo.
Bueno, esto es un racconto de lo que yo pensaba de empezar a escribir antes de empezar a escribir. Creía que horas culo silla eran garantía de escritura. Y tal vez sí. Tal vez sean garantía de escritura. No para mí.
En mi caso la escritura empieza siempre en una escena. Algo que oigo. Que veo. No tanto algo que me cuentan. No me interesa en lo más mínimo que me cuenten una anécdota y me digan, para vos, que escribís, acá tenés un cuento. Escucho, sí, lo que algún amigo tiene para contarme en tanto amiga, y como el simple hecho de ponerle la oreja a un ser querido. Ahí separamos los tantos. Un escritor puede ser también un amigo, puede ser también un amante, puede ser también un fonoaudiólogo, un comerciante, un sepulturero. Digo esto porque hay otro mito muy extendido que dice que un escritor está siempre escribiendo. En mi caso, me ha pasado por el costado. Yo no estoy siempre escribiendo, no estoy siempre evaluando el material, diciendo esto me sirve, lo guardo acá, esto no sirve, lo tiro allá. Yo vivo. Como la persona completa que soy. Dejo que las cosas, los hechos me atraviesen con la ingenuidad y la inocencia que tengan. Que haga mella lo que tenga que hacer mella según mi neurosis, mi sensibilidad y mi locura. Vivo la vida de una persona normal. Tengo las antenas alertas, sí. Pero para vivir.
Pero, siempre hay un pero, de vez en cuando alguna escena se impone. Insiste. No nos abandona. Vuelve y vuelve y vuelve a la cabeza una frase. Una imagen. Una charla con la analista (muchos cuentos míos empezaron en una charla de análisis alguna vez). Ahora ya aprendí a reconocer que ese es, o más vale que ese puede ser, el germen de un cuento. El germen. Algo se sembró en mí, (algo se inseminó, podríamos decir) y tengo que dejar que se desarrolle. Intentar atraparlo, encapsularlo en el papel es condenarlo a la muerte. Es fijarlo con spray entre dos vidrios como la muestra del papanicolau. Se examina así algo que uno no quiere que se reproduzca. Por otra parte, las condiciones de crecimiento y desarrollo siempre han sido las mismas, desde que el mundo es mundo, desde la época del caldo primordial, y ahí da igual si lo que queremos que crezca es Tierra, Agua o Aire: las condiciones son tranquilidad, oscuridad y humedad (cuánta cacofonía, me diría un profesor de taller, de esos que fijan en formol todo, antes de que la cosa crezca) Y sin embargo son esas y no otras las que se requiere para que algo germine. Así que yo le doy eso, y le doy silencio también.
Hacer silencio de la boca para afuera es fácil. Imponer silencio del afuera hacia el adentro es menos fácil. Hacer silencio dentro de nuestra cabeza es lo más difícil que se me ocurre. Tanto es así que hay escuelas de meditación que lo enseñan especialmente. Yo no medito. Me aburre un poco meditar. Me impaciento y empieza a picarme el cuerpo. Cuanto más paro el cuerpo, más me habla la cabeza. Calculo la cantidad de baldosas que hay en el estudio de yoga. O hago la lista del supermercado, repaso mentalmente mi agenda, recuerdo que mi hijo ese día tenía consulta con el hematólogo. Pero hago una suerte de meditación activa casera que me resulta muy útil. Son todas las actividades automáticas que me ocupan el cuerpo sin requerirme de la mente. Plancho. Barro la vereda. Cierro empanadas. Empano kilos y kilos de milanesas. En ese movimiento rítmico, casi un mantra, de la mano contra la carne contra el pan rallado contra la carne otra vez, algo enfrente de mí empieza a moverse. Una línea de diálogo, casi siempre. Una voz que dice algo. Otra voz que le contesta. Quiénes son. Dónde están. De donde vienen, a dónde van. Qué pasa. Ya tengo casi el cuento porque tengo un conflicto. Si tengo un conflicto, tengo un cuento. O casi. Sigo dejando que crezca el germen. Son días y días de vivir en una realidad doble. La realidad real, y por frente a mis ojos esos seres, seamonkyes podríamos llamarlos, que se mueven como títeres, que se dan vuelta y responden algo, qué entonación, cuál estado emocional, si llueve afuera. Qué llevan puesto. Si se escucha algo por la ventana. Todo eso voy averiguando, tirando del hilo de mi escena. Son épocas en las que de pronto puede escapárseme de la boca una imprecación, una línea de diálogo, en medio del subte repleto. Hablo sola. En mi cabeza existe un mundo paralelo: un barrio donde ya vivo cómoda y juego de local, sé dónde está la panadería, la escuela. Quién es el comisario. Por unos días tengo dos mundos, dos familias, varios climas, otros olores, un enemigo y a veces, qué lindo cuando pasa, un amante. Empanadas o planchadas más tarde puedo tener la resolución del conflicto. Digo la resolución porque yo soy cuentista. Sabemos los cuentistas que una no resolución es una resolución. Que cortar el cuento un minuto antes de la resolución suele ser la mejor estrategia. Una suerte de cuentus interruptus, que genera malestar pero que deja con hambre. Con ganas. Nada quita tanto las ganas como el estar atosigado. Quedarse con hambre es la mejor receta de cocina. Todo es más rico cuando es escaso. Tengo, entonces, la resolución en mi cabeza aunque no la escriba nunca. Dejo, dejo que leude, que crezca todo en mi cabeza, miles y miles de datos en mi cabeza que no escribiré jamás, pero que hacen que lo poco que escriba tenga sustancia y sentido. Como un árbol que hace diez mil flores y de ellas cinco mil frutos para que con suerte, prospere uno. Datos. Conflictos. Preguntas sobre esa escena que ya está en tecnicolor dentro de mí. Por qué le contestaría esto en este momento. Por qué esto es tan importante para ellos. Solo cuando la masa está tan lista, tan grande que me sale por la orejas, me siento frente a la computadora y tiro la urdimbre del cuento de una sentada. Dos horas, como mucho. Cuatro páginas como mucho. Pero de pe a pa, la osatura del cuento está hecha. Acá recién empieza la cosa.
Es un momento de gloria. Realmente de gloria. Nada que ver con haber evacuado en el inodoro, si volvemos a la primera y horrible comparación. O sí. Cada uno sabrá. Para mí es, en cambio, una sensación de parto. Porque el producto de esta escritura no es algo terminado, ni mucho menos inerte y menos todavía de deshecho, sino algo vivo que respira por sí mismo. Un cuento es algo que proviene de nosotros pero no es nosotros, es otro. El cuento es otredad pura, en mi forma de ver. Solo le prestamos los escritores una vía regia de realización. Y solo resta por hacer lo mismo que resta cuando se pare un hijo, darle de mamar. Vienen entonces horas y horas y horas de tener la computadora abierta. Yo suelo tener varios cuentos abiertos al mismo tiempo cuando estoy en etapa de cría, podemos decir. Que es una etapa gloriosa de mucha fecundidad. Son épocas en que corro a la compu porque se me ocurrió agregar una escena, porque me di cuenta que el cuento fluye mejor en presente que en pasado, porque una palabra hermosa queda para el tujes al lado de otra. Mejor cambiarla. A veces comprendo que es mejor clavar la aguja del compás en la cuarta página y es mejor iniciar el cuento ahí, que lo anterior puedo recuperarlo más tarde o que no hace falta, lo necesitaba yo pero no el cuento. (Esas son páginas placenta, en mi argot humorístico privado) páginas que luego de nacer el cuento, el cuento mismo ya no lo necesita. Mejor enterrarlas hondo. Devolverlas a la tierra. Y así, hasta que siento que el cuento ya dio todo lo que puede dar y empiezo a romperle las guindas a mis amigos que son mis primeros lectores y a mis compañeros de taller, cualquiera sea que esté frecuentando en ese momento. Yo suelo frecuentar dos o tres talleres al mismo tiempo, cada año.
Y en algún momento se integrarán a un libro, como quien se muda a un vecindario que le es afín o se integra a un grupo con intereses comunes.
Hay, en cambio, otras épocas que son de vacas flacas, épocas más estériles. Aprendí a darme cuenta que esas épocas estériles responden más a un aumento del superyó sobre mi escritura, del imperativo kantiano como lo llamo yo en mi argot humorístico privado, que de una anestesia hacia el afuera, que de una falta de observación. Épocas en las que no comienzo un cuento porque no me banco que huela a meconio. A que sea imperfecto, inconcluso, indefinido. Épocas en que estoy impaciente y sobre exigida, y lo quiero peinado y perfumado desde el inicio, o sea, lo pongo en formol antes de dejar que crezca.
No hay mucho por hacer más que esperar que se baje la espuma de la exigencia. La humildad es necesaria en todas las cosas de la vida. En la escritura también. La humildad para esperar. Y también la humildad para reconocer que a veces no tenemos nada por decir. Entonces yo, corto vidrio en el buen sentido, hago vitrofusión. O vuelvo a mis talleres de teatro. O corro en la cinta del gimnasio o arreglo el jardín o muevo los muebles de la casa de lugar. O cocino. Y a veces, cocinando, mano contra carne contra pan rallado, contra carne otra vez, algunos seamonkyes empiezan a moverse en el barrio de mi mente. Y yo los miro con cariño, los dejo que avancen.