Luque ahora entiende que la risa de Abel provoca una reacción refleja en los que lo rodean. No sabe qué misterioso poder despierta la risa de los otros haciéndolas vibrar, pero ocurre así. La risa de Abel es una risa convincente y convocante. También lo es su seriedad. Luque, ahora, mientras escuchan la radio, en el bar, en la fría mañana de mayo, eximidos de la escuela por la ocasión, ve que los demás ya han caído en el sortilegio: Abel se ríe levemente, después se pone serio, y los otros lo replican, sin mirarlo, con los ojos clavados en ninguna parte, porque tienen, como Abel, el oído fijo en el sorteo. De hecho, siendo más chico, Abel parece más concentrado que los otros, como si lo sortearan a él, como si la radio pudiera decir en un momento, no su número de documento sino su nombre y apellido completos, y lo llamara, lo conminara a dejar todo e irse a cumplir con su servicio militar.
Luque mira a Martín, que está tan atento como su hermano, pero que, a diferencia de Abel, tiene motivos reales para preocuparse, porque a él sí lo sortean; y por más que, para darse confianza, ha desafiado a Abel apostando a que sacará número bajo, la verdad es que está inquieto, pues en un momento la radio dirá su nombre, cifrado en un número, y el futuro que le espera.
Han faltado a la escuela para escuchar el sorteo en el bar de la esquina; incluso Abel, que está en segundo año y es poco más que un niño, se acoge a la licencia. Son unos diez varones que ocultan los nervios con bromas y groserías. Hay que pasar el mal trago y contar con la suerte.
Hace un rato, por ejemplo, cuando el número de Luque fue el primero en salir y resultó tan bajo, celebraron todos. Cero, seis, tres: y el grito unánime, los abrazos y las risas; el mozo, incluso, agregó una ronda de medialunas, porque quedar exceptuado de la colimba de manera tan rotunda, bien valía la atención. Hubo otros festejos después, y algunas caras largas. No todos tienen la misma fortuna. Abel se mostró sinceramente conmovido, pesaroso o feliz, según el caso, pero siempre cercano, se diría que íntimo, con los demás. Luque piensa que por eso es que lo quieren todos. Porque es un chico bueno, piensa, y no se le ocurre palabra mejor.
Ahora las facturas esperan y se enfrían porque el número de Martín, el último que falta salir, se hace desear. Casi todos se han ido, pero no Luque, que espera la suerte de su amigo. Se conocen desde de la primaria y piensan ingresar juntos a la universidad. Por eso Luque entiende tan bien a Abel. Siente de pronto, que los dos son los hermanos que sus padres no le dieron; Abel, sobre todo, el chico bueno, a quien ahora mismo, sin otra justificación que esa súbita ternura, abrazaría.
De dónde le vienen todas esas sensaciones, quién sabe.
Debe ser la luz de la mañana, la alegría de haber sacado un número bajo, la exaltación de sentir, ahí delante, agolpándose y reclamando su atención, todos los posibles Luque por venir. Apenas tiene tiempo de entender lo que le pasa, porque ahora la radio dice el número de Martín, es decir que va a anunciar su destino.
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Luque y Martín, después de que el curso imprevisible de la vida, los estudios en el extranjero, los matrimonios, las separaciones, los hijos, los amores breves, los viajes, el regreso, todo aquello, los haya distanciado; tras décadas de vínculo postal o telefónico, mantenido con cierta obstinación, para no transigir con el olvido, años y años más tarde, se reencontrarán, en una cena de ex compañeros (un fracaso al que asistirán cinco personas, ellos dos y tres mujeres). Con la emoción reposada de los que han vivido mucho, se estrecharán en un abrazo. En un momento de la velada saldrán del restaurant, a fumar, a tener un diálogo de hombres, mientras sus ex compañeras se quedan en la mesa compartiendo fotos de los hijos y algún nieto temprano. Luque y Martín, en la vereda, chismorrearán un poco, se reirán, se pondrán serios, hablarán de Abel.
Sosegados por la cena, por el vino y el tabaco, reavivando un vínculo asentado, pese a no haberse visto durante treinta o más años, hablarán de Abel. Primero harán silencio, darán un suspiro; después Luque escrutará la punta de sus zapatos; Martín mirará hacia un balcón del edificio de enfrente, y luego, como corresponde, empezará, porque hablar de Abel le resulta necesario en estos momentos de intimidad.
Al relato que Luque ya habrá oído muchas veces sobre la muerte de su hermano, Martín le agregará detalles, revelados por nuevos relatos, que se incorporaron a la colección original, porque no han dejado de aparecer testigos. Martín dirá en un momento: “Murió acompañado de sus amigos”. Luque pensará que nadie muere acompañado, pero asentirá, de todas formas, porque no será momento de hacer juicios, ni de comprender las circunstancias de esa muerte, la más triste de las muertes, de la que ya habrán pasado tantos años; será el momento de escuchar. Martín dirá que, como se sabe, en la trinchera, era absoluto el frío, hecho de viento, agua, nubes, niebla y noche. Dirá que Abel, con todo, animaba a sus compañeros, haciendo de cualquier cosa un motivo de asombro. “Siempre fue así, ¿te acordás?” dirá Martín, y Luque, aunque de aquel pasado remoto de la adolescencia tendrá puras instantáneas, asentirá, un poco taciturno; tratará de figurarse a Abel en la trinchera helada, tratará de acompañarlo y componer la escena con recuerdos propios, tan distintos pero a la vez, tan reales como, así lo desea, hubieran sido los de Abel; de manera que con un pozo lleno de barro, una lluvia de invierno europeo, un tiroteo nocturno, una fiebre que le heló los huesos, compone una imagen, deficiente, sin duda, pero tan intransferible como aquella. Así, pero peor, debió de estar Abel, en la trinchera, mientras las bombas parecían reventar dentro del pecho y sus pies, insensibles, parecían haberse ido huyendo solos del horror de todo aquello, mientras él se quedaba y moría, en la isla, en el barro, entre sus dos compañeros vivos, sus seis compañeros muertos, los truenos que brotaban de la turba, mientras la noche lo recibía para siempre. Entonces, en el instante final, Abel debió haber visto el agujero en el cielo, el hueco que abrieron las nubes, la luna creciente y blanca, recién hecha como una medialuna, lista para ser mojada en un café con leche, humeante, íntimo; fue entonces cuando dijo, al parecer, esas palabras, las últimas, dirá Martín, según sus compañeros de combate: “miren, qué hermosa, como para el desayuno”.
Luque lo escuchará de Martín, como lo ha escuchado antes por teléfono muchas veces, en la vereda del restaurant, y otra vez no sabrá si llorar o reír con aquella ocurrencia agónica de Abel; recordará su sonrisa, y la imaginará en el umbral de la muerte, antes de dar el paso, más allá de las islas, de la noche, de la historia. Martín volverá a decir la frase, sonreirá, y buscará la complicidad de Luque como diciendo “este Abel…”
Pero para esta escena faltan muchos años. Ahora, en el bar, Abel se ríe, porque la radio ha dicho el número de su hermano y ha cantado su porvenir: 982; y Abel, con picardía, con cierta impunidad, dice: “Marina”, y dice también, “perdiste, Martín, la apuesta la gano yo”. Luque mira a los hermanos, lamenta la desgracia de su amigo, reclamado por la armada, pero se ríe también, porque la risa de Abel lo convoca, y los tres, que se han quedado solos en el bar, se abrazan, qué más da.
Llaman al mozo, le piden otra vuelta de café. Afuera el frío tiene sol, y quizá esa luz endulza un poco la amargura de Martín, que al cabo de un rato le dice a su hermano, cargándolo, amenazándolo en broma, porque se quieren y porque a fin de cuentas nada es tan terrible: “en tres años te va a tocar a vos, y ahí vas a ver”.