Cuando escribo hablo conmigo, escucho las voces. Decir que me dictan las musas sería mentir, que me habla el mundo, magnificar las cosas; que me silba el viento en el pecho, metaforizar una experiencia de trabajo arduo. Cuando escribo hablo conmigo: conversación y escucha, no mucho más. Y a la hora de sentarme capto esa conversación interna que todo el tiempo tengo con la parte de mí que no cesa de hablarme; ponerlo en el papel me procura sensatez. Lo curioso es que cuando hablo con los otros también escribo, o mejor: las frases que voy armando en voz alta tienen la cadencia de mis conversaciones interiores, he aprendido a registrar eso. Después viene el oficio, el enmascaramiento, porque el pudor es fuerte y, mucho de lo que suelo decirme en silencio, es mejor que lo ponga en boca de otros. Así que cuando me siento a escribir -es raro eso: sentarse a escribir, los carpinteros no lo hacen, los arquitectos tampoco-, no estoy saliendo de mí para crear un mundo, sólo tengo registro de que esos mundos que están dentro se externalizan en el acto de la escritura. El proceso es doble: el exterior se filtra, como también se filtran percepciones que vienen de otros planos y que mi receptor criba y procesa. Luego la escritura opera como desagote. Escritura camión cisterna.
¿Quién puede escapar de su manera de percibir? Entonces, ¿esos personajes son yo? ¿Ese chofer-ficción que a las cuatro de la mañana pone en marcha su camión jaula sin saber que a menos de diez kilómetros levantará a otro hombre que viene escapando de la furia del marido de su amante, soy yo? Sí y no y sí. La realidad o esta parte de la conciencia que más o menos todos percibimos de maneras diferentes es un espejo trizado y cada parte remite a todo el espejo sin serlo, por lo que los personajes son yo y no lo son. Son más que la suma de las partes.
Me preguntan: cuándo escribís, desde cuándo. Trataré de responder.
Entonces, ¿cuándo? En silencio, a toda hora. La escritura silenciosa aunque continua es un proceso lento de conversaciones, especulaciones, perfiles que me persiguen en el subte, en sueños, caminando, antes y después de dar clases, y que tarde o temprano desembocan en la obra.
Sobre el papel, cuando no aguanto más, a cualquier hora, siempre en una libreta, casi siempre en los bares. El teclado y la pantalla vienen después.
¿Desde cuándo escribo? Desde que tengo memoria.
Por qué elegí la palabra y no la música, el cine o la pintura o la danza o el comercio, por ejemplo. Mi abuelo era comerciante y fue un soñador, trajo el teléfono a esta parte de la pampa húmeda, inventó la primera marca de vino del oeste de la provincia de Buenos Aires, decía que el cine lo salvaba de la muerte y tramitó el título nobiliario de un gringo campesino casi analfabeto y lo convirtió en Conde Extramuros, algo así como hizo el Gato con Botas con el hijo pobre y menor del molinero: Marqués de Carabaz. Esa patraña es literatura, sin dudas. Bien, sin embargo mi abuelo Antonio no escribía, pero estoy segura de que los mundos que creaba estaban en sus conversaciones internas.
Por lo tanto la elección de la palabra por encima de otros recursos es una pregunta que no sé responder. Tal vez la facilidad y mi propensión a la vagancia, a seguir jugando, el horror a cualquier atadura. No es altruismo en mí la escritura. De ninguna manera. No pretendo salvar a nadie. Me gusta estar conmigo, eso es todo. Juego, me divierto, sigo mi ritmo interno, corrijo, habito con enorme felicidad la casa-cuento, la casa-novela, el poema, esas ficciones tan reales. Tal vez por eso me cuesta muchísimo lo que viene después cuando el libro se publica.
Hablando con uno de mis hermanos sobre la alegría de juego a la que me induce la escritura, me contaba que Roberto Perfumo hablaba de “mi cancha interior” y decía que, cuando jugaba al fútbol en Racing, no apuntaba para pasar la pelota, porque tenía el registro interno de toda la cancha; como el de la casa de uno donde podemos entrar y movernos con los ojos cerrados, porque tenemos calculado dónde está cada cosa. A mí me ocurre más o menos lo mismo. Tal vez por eso me cae tan mal la figura del mesías, el escritor faro, el escritor pose, el consultado, el pontificador (y no pongo escritora, ni uso el femenino porque las mujeres -aún las de mi generación- recién estamos llegando y tenemos poco de esos vicios que se dan más en los varones. Veremos qué nos pasa con el tiempo que viene, cuyo viento parece empezar a soplar a nuestro favor). De todos modos, tampoco es vanidad. ¿Cobardía? Probablemente. Se necesita demasiado coraje para silenciar las voces internas y estar todo el tiempo despierto. Autorreferencia, eso sí puedo afirmarlo. Porque escribir es desdoblarse. Y como considero que no somos libres, sirvo vencida a ese Olimpo de voces que reclaman ser propiciadas, así que no tengo la inclinación a la escritura, ella me tiene a mí.