Entre los quince y los veinticinco años escribía mucho. Pero visto a la distancia se trataba de un mero desahogo de vivencias. Una voz regulada por el ideal de lo que debía ser la poesía. Después vino una etapa de puro juego formal con las palabras. Hilos de los que tiraba para forzar la aparición del poema. Me perdía en laberintos de sinónimos, para después de un largo rodeo recaer en la palabra que había surgido espontáneamente. No me daba cuenta de que esa era la que valía; que por algo su resonancia se había impuesto a la de las demás. Algo cambió cuando empecé a dejar que esa primera palabra fijara la dirección-sentido del poema.
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Me llevó años aceptar mi propia experiencia como posible universo proveedor. Antes de eso pensaba que tenía que escribir sobre “los grandes temas”, o sobre mi contexto social más inmediato. Pero la verdad es que no me atrae la poesía que se propone deliberadamente dar cuenta de su época. Le veo las costuras. Sí me interesa cuando eso ocurre de una manera no buscada, como hablando de otra cosa. Para mí los mejores poemas suelen ser, como en la fotografía, resultado de una toma accidental.
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Abordar el poema desde una estrategia visual. Atender sobre todo a su cualidad fotográfica. La escritura poética como un disparar fotos con palabras. Las notas que tomo son, por lo general, fotos textuales.
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Una foto de la chispa que se produce al juntar cosas que nunca había visto juntas. Un espacio textual de partículas en tensión. Que el poema sea eso. Una calma tensa.
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Pienso el montaje poético como si fuera el de un ensayo fotográfico. De hecho, cuando estoy terminando un libro y me pongo a pensar en el orden de los poemas, los disperso por el piso como si fueran fotos, y trato de encontrar entre ellos conexiones que, además de formales y conceptuales, sean sobre todo visuales. Aspiro a que el resultado sea una especie de álbum de fotos borrosas, con encuadres irregulares. Una instalación visual hecha de palabras. Una escritura para mirar.
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Durante un tiempo me dediqué a leer y archivar entrevistas a fotógrafos. Al principio sin ninguna finalidad. Después me di cuenta de que era porque me gustaba cómo solían referirse a sus procedimientos de creación. Hablando sin rodeos, con sus propias palabras y en base a su práctica. Ahí sentí que gran parte de lo que ellos decían respecto de su labor podía aplicarse al campo de mi escritura poética.
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Para mí un libro de poesía tiene que tener algo fuertemente orgánico. Que no sea un mero rejunte. Por eso prefiero los libros en donde el poema no vale tanto por separado como por el conjunto al que pertenece.
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Persigo un tipo de verso austero, conciso y contenido. Lograr la máxima condensación visual en un tablero de lenguaje reducido. Me aleja la poesía enjoyada, lo lírico impostado. Siento que no habla nadie allí.
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Cuando escribo me importa ver cómo se va armando entre los poemas una constelación novelada. Jugar con recursos de la narrativa, como el trabajo con personajes, la construcción coral, los diálogos y las referencias cruzadas. Que el libro pueda leerse como una novelita poética estallada.
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Tengo la impresión de que cada vez sé menos respecto de esta práctica. Que no hay avances sino más bien un girar en espiral. Pero quizá ese progresivo desaprender sea una forma más sutil de seguir aprendiendo. Como si se tratara de un saber cuya práctica implicara un avanzar a través de la pérdida.
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Ya sea como lector o escritor, siento que un poema es bueno cuando me deja tildado, mirando un punto muerto. Cuando puede recrear esa sensación de tener la palabra en la punta de la lengua, sin poder decirla.
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El único grado de premeditación que puedo reconocer a la hora de escribir es cierta necesidad de encontrar un eje conceptual y un tratamiento más novelado de la materia textual. Pero tanto el eje como el tono y la forma suelen revelarse a posteriori, a partir del trabajo de edición sobre las notas que voy acumulando con el tiempo. A veces, doy misteriosamente con una frase de otro autor que funciona bien como epígrafe organizador de esos apuntes dispersos. Cuando están, los epígrafes no cumplen una función periférica sino medular. Me atrae ese punto en el que lo escrito por otro se conecta con lo que uno está escribiendo.
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Hay una frase-faro de Leónidas Lamborghini que siempre tengo muy presente: “cuando me entusiasmo mucho con una cosa, sospecho”. Por eso cuando doy con la primera versión de un libro, lo estaciono y trato de no pensar en él durante meses. Pasado ese tiempo, vuelvo a la carga y ahí empieza el proceso de poda serial hasta dar con el núcleo duro de los poemas. Por último, hago circular el libro entre mis amigos-escritores, porque siempre queda mejor con sus marcaciones que sin ellas.
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Después de la literatura, el arte que más me influye es el cine. Hoy creo que no hay mayor estímulo para mi escritura que ese residuo de imágenes que sigue recreándose en mi cabeza una vez terminada una película. Me gusta encontrar en el poema algo de la fotografía y del cine, y en estos algo de la poesía.
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Ya no me preocupa como antes pasar meses sin escribir una línea. Aunque no lo vea ni lo escuche, el poema sigue escribiéndose en mi mente con caracteres invisibles. Como en la experiencia analítica: cuando creo que no pasa nada, algo sísmico se gesta por debajo.
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Busco en lo que escribo algo de esa narrativa arborescente e interrumpida propia del sueño. Que en el lector quede la sensación de un poema huérfano, al que le falta un verso inicial y final.
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A veces me interesa trabajar con experiencias ajenas, dejando que estas y las mías se contaminen entre sí. Ese proceso de despersonalización de lo propio y lo ajeno es uno de los aspectos que más me asombra de la escritura. No saber qué va a salir del poema al tironear de una experiencia con el lenguaje.
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Escribir para que el poema me devuelva una imagen renovada de su objeto. Para disolver los límites que separan lo que está dentro y fuera del sueño, lo propio de lo ajeno, lo poético de lo narrativo.