La felicidad, ja ja ja ja
Qué remedio, era feliz. Motivo, la verdad que ninguno. El marido, apenas borra en el fondo de una vieja botella. El padre, muerto. La madre, metida en los roperos, revolviendo las fotos, las puntillas. Qué remedio, era feliz. Sobre la magnolia del fondo, las siete Cintas Celestes se reunían a zumbar como un bollo de abejas y a leer sus revistas de historietas, oliéndolas primero. Mamá, sentí qué rico olor que tiene el Billiken, decían, volando al ras para que su madre pudiera olfatear. Gorditas y transparentes, se confundían después con el halo de pintas doradas y de siete colores que brillaba por las telas de araña, y con las ondas de luz que subían de la tierra caliente. Y si Jacinta no husmeaba por propio gusto las historietas de todos colores (aunque admitía que, de veras, el Billiken olía muy bien), en cambio sí la tierra caliente con su tufo animal, y las plantas sudadas, esa sopa de ácidos verdes. Y de vez en cuando el bollo de Cintas bajaba de la magnolia para pedir su plato de mimos. Y Jacinta chapoteando y pataleando entre las siete, como bañándose en el mar, sentía aquellos besos de distintas temperaturas, hechos de narices más frías y ásperas y de boquitas más tibias y suaves, hundía con deleite sus propias narices entre los cabellos revueltos, tirando a morder: pancitas, orejas, cachetes, colas, nada escapaba al alegre rugido de la leona que al fin, ya desde el suelo, bajo el enjambre ululante de las cachorras victoriosas, gemía con ahogos de risa: Pido, pido. Desde lo alto de la pared, doña Adelina movía la cabeza: Ma guarda como cuega, e pazza, pazza. Qué remedio, era feliz. Se sentía la sangre liviana, llena de burbujas como adentro de una botella de sidra. Su cuerpo le daba para todo, albergábalo todo; y cualquier nostalgia y anhelo claro y confuso y encontrados llamados de selvas distintas armonizaban en fresca placidez que a Jacinta le venía de que su cuerpo, en accionar o reposo, le ofrecía placer. Le gustaba comer, comía. Lo encontraba muy bueno. Le decían seguido por la calle ¿qué comés, bulones?, no comía. Lo encontraba muy bueno. Quedarse sentada, los pies en tierra, sin pensar, ni recordar, ni fantasear, significaba minutos más tarde tener sus huesos entubados y soplados como quenas por aires de amor, y evaporábase luego su ardoroso, colorado fluir, hasta que sólo le corría por las venas un vapor azulado. Lo encontraba muy bueno. Pero arquear su flexible cintura, de gata, y estirarse y dispararse hacia arriba transformada en palmera de cabeza que explota, partida en rayos, a esa danza de fínísima hebra Jacinta la encontraba, también, muy buena. ¿Y qué, acaso el gato no es redondo al dormir, y delgado en el brinco? Roca de carne, volaba perforada por pizcas de viento, como pulmón de pájaro, al mismo tiempo espesa y liviana y de esqueleto tan, pero tan dulce, que su pasatiempo favorito consistía en chuparse, larga y pensativamente, el dedo gordo del pie. Feliz, ah, feliz, qué remedio. Sordo rumor de marea de dicha le zumbaba como bollo de Cintas, de lejos, hasta advertir algún gesto propicio para caerle encima, agudo, y picarla: el aguijón, el atacón, el atracón de felicidad eran grave problema, fatalidad de gozo que acechaba sin falta. ¿Cómo luchar? Vencida, se entregaba al encanto, endichada cotidianamente de cosas pavas como contemplar el hervor de la leche, hacer sonar por la casa olor a comida como campana de Angelus, o planchar con apresto. Se entregaba al encanto y, al entregarse, pasaba fácilmente la frontera del gusto, rumbo al instante en que el aliento cortado, las ondas de calor y de luz, el taladro ensañado con el punto famoso del pecho (esa pizca de gracia) tiraban de su dicha hacia arriba, hacia la esquina tal vez, hacia el Parque, hacia ¿dónde?, hacia ¿quién? Ella señalaba vagamente, con un amplio ademán, abarcando aquel barrio, aquel cielo, y: Lo conocí en el Parque, decía, como hablando de un novio, y: Me viene seguido, ¿vio?, agregaba, como hablando de sangres de mujer.
Felicidad de Ja: cuántas veces, al pasar por su casa, el Jrein peleaba también, y no con su dicha, porque no la tenía, sino con el fuerte chupetón hacia adentro de la puerta cancel, provocado en su corazón y en sus sesos por el sorber, a medias vampiro, de aquel hoyo profundo y negro de femenina alegría. Y con ambas manos se agarraba del marco, para no aparecer de repente, succionado, en pleno dormitorio de la risueña Ja, tan izquierda y risueña.
Al Jrein, Jacinta lo conocía desde que era chiquita. Fue su compañero de banco. Flaquito y piernas de alambre, se refugiaba a la sombra de aquella nena gorda de grandes moños, uno sobre los crespos cabellos y el otro sobre el alto culito que nacía cinco, seis dedos a partir de la nuca. Así creció aspirando inolvidables aromas a almidón de delantal y más tarde, después de quinto, a deliciosas aureolas creciendo como flores en las axilas de Ja. Ella lo defendía. Porque era ruso. Y lo llamaban así, el ruso. Después de sexto, se despidieron del banco, y también de ellos mismos por muchísimo tiempo, y mientras tanto Jacinta se puso como ya lo sabemos y el Jrein, que muchísimo tiempo más tarde se convirtió realmente en el Jrein, pero que hasta entonces fue el ruso, llegó a joven con su tórax hundido, su finísima nariz transparente, sus ojos de perro fiel, mas perforados por chispas irónicas, y la crespa (ajacintada) pelambre que con los años quedaría en forma de corona, alrededor no de una calva completa sino de una mollera débilmente cruzada por tristes pelos, alargados los unos hacia los otros a través del abismo, como esos dedos que se tienden por sobre el tajo del pan. Con los años también, la nariz de extraordinaria finura (Jacinta se la imaginaba montada sobre el huesito de la suerte que viene, en horqueta, con cierta parte del pollo) se le afinó y transparentó hasta un grado indecible, como si su misión no fuera solamente captar los olores sino, además, la luz. Sin un gramo de carne, sus movedizas aletas acaparaban toda claridad del ambiente, y la nariz aquella parecía contráctil, capaz de agarrar, de aferrar con pinzas, una nariz marina poblada por visibles corales y continuamente llorosa de líquido moco límpido como el diamante. Y los ojos, color caramelo con pintitas doradas, se le atristaron más y más, se le volvieron de más en más caninamente humanos y de pronto aguzados (frente a Jacinta) por la punta de acero de su ironía tierna, tierna como gota de miel. Pinchaban dulce. Te conozco, mascarita, decían. Los ojos.
Porque lo que es la boca, minga. Después de sexto, Jacinta y el Jrein se cruzaban camino al Mercadito Lucente, ella decía hola y él, mmm. Pero Jacinta sabía que desde el otro lado de la esquina de Laguna y Gregorio de Laferrère, porque el Jrein sí que vivía del otro lado, desde allá y con la espalda chupada por el aliento de aquél, que le embolsaba la camisa, el Jrein espiaba para su casa. Cuando Jacinta se casó con el carnicero violeta, el Jrein ya no hizo los mandados en el Mercadito Lucente sino vaya a saber en qué feria lejana, seguramente más cara, y se habituó a perderse días enteros por el lado del barrio donde empezaban la quietud y la hierba.
Siete años, siete Cintas Celestes, el Violo va y se evapora y en una tarde del loco verano Jacinta descalza, Jacinta vigorosa y dispuesta baldeaba su vereda con tal furor, que sin querer y entre guiños de jabonosa espuma lo barrió para adentro. Al Jrein.
Jacinta (empujándolo con la escoba): ¿Vos por acá?
El Jrein (patinando por el zaguán): Mmmmm.
Jacinta: ¿No era que hacías los mandados en otra feria lejana?
El Jrein: Mmmm.
Jacinta: Bueno, hacé de cuenta que estás en tu casa, más vale tarde que nunca.
Él entró en la cocina con mirada de santo, de ciego. Ella le llevó una silla del comedor. Él dudó, rechazó la silla y, con esa misteriosa decisión de los perros cuando llegan a sitio desconocido, husmean, piensan unos instantes y después seleccionan su preciso lugar, eligió un banquito. Allí, ese rincón. Allí, ese banco pintado de verde. Si para la próxima visita, Jacinta cambiaba ligeramente la disposición de las cosas, el Jrein con esa cara resignada, pero terca, entraba en la cocina, olfateaba con su sensible nariz de alas temblorosas como una libélula, y volvía a poner el banquito en su sitio, la azucarera sobre la exacta flor del hule sobre la mesa, el barrilito de la yerba junto a la azucarera, su propio mentón hundido en su pecho, su propia vista clavada en un mosaico del piso, partido por una grieta que reproducía, con gran fidelidad, el perfil de Jacinta, griego. Y de vez en cuando levantaba la cabeza para mirar a ella, Jacinta, con los ojos del sol.
Jacinta y los guiños
Para mí, suficiente, había dicho. A buen entendedor… Y la verdad que tampoco el vientito del Parque, últimamente, se mandaba discursos. Apenas, guiños. Para mí, suficiente, decía, tomando mate y cerrándole el ojo a las burbujas del verde copete, lavando ropa y cerrándole el ojo a las pompas de jabón, habitante de un mundo tan repleto de signos que a duras penas podía quedarse sola cinco minutos Jacinta con Jacinta sin que algún pestañudo párpado se bajara por ella, para ella, cómplice y picarón.
Hasta en tiempos del Violo, vale decir, en tiempos de noche prieta y perdida en el bosque cual a Hansel y Gretel le brillaban piedritas de señal. Una vez, verbigracia, caminaba ella junto al coso que gargajeaba y llevaba más alilada que nunca su estrella sobre la frente, una estrella que Jacinta no quería mirar porque era estrella de sombra, decía, capaz de chupar hacia su panza de remolino color de coágulo, caminaba a su lado con la cabeza gacha cuando vio un brillo en el suelo y se inclinó a recogerlo. Era una tapita de lata. Guiño. Saludo. Hola, murmuró agradecida, llorosa, la tapita en su palma. Otra vez, amoroso consuelo, apareció su propia zapatilla puesta en su pie. Ajá, como lo están oyendo, el potro gargajeaba en tinieblas y ella Jacinta había levantado su pie (sentada) hasta meterlo en la zona iluminada por la lámpara. Igual que la latita, entonces, la zapatilla fue y le dijo propio pero propio lo mismo que Ramón y Gregoria dijéronle aquella noche en que su exacta presencia se opuso, con serena felicidad, a la demasiada presencia de la caña dorada. Tranquila, shhh, tranquila. Aquí estamos, sonsita, shhh.
Ahí sí, admitía Jacinta, así da gusto, poquito, suave. Porque hay formas y formas de aparecerse: escondidos guiños o abiertos codazos en las costillas, escalones arriba y abajo del amor hasta que un redepente, suspiro va, suspiro viene, el cariñoso aquel se descuelga con algún plato fuerte, como ser, cañas sagradas… patatuses…cielos nocturnos… y una la verdad que no siempre, perdonando su cara, anda con ganas, se quejaba Jacinta. Pero últimamente, repetimos, parecía calmado, el ventoso jodón, tan cargoso como mosca e’ letrina (sin ofender a nadies). Y no parecía sino que, de tanto poner Jacinta escoba del alma detrás de puerta espiritual no menos, había terminado la volátil visita por aplacar su ardor. Apenas, repetimos, algún matecito con ojos verdes y algún lavado susurrante de intencionadas espumas. Para mí, suficiente.
Esa noche, pues, Jacinta no maliciaba ni un guiñar de burbuja cuando subió a la terraza para colgar su corpiño en la soga. Pero había un cielo estrellado tan de miradas y tan de tentáculos ¡como un pulpo infinito! Enseguida entendió: Este me agarra. Sin embargo, juntó coraje, se infló, para esquivar aires vivos se construyó con aires sonsos un durísimo tórax, una coraza de me llamo Jacinta Vallecillos, soy de aquí, coso para afuera y… se arrimó hasta la soga. Alzó su corpiño, lo prendió con el broche para que el viento ése (el bobo) no lograra voltearlo, ese broche paró bien las orejas, escuchándolo al otro, al vivo, que llegaba, que aparecía ya y aprovechaba el gesto de Jacinta para colarse de rondón.
Horas después, con los brazos en alto, Jacinta aún invocaba.
Estos textos forman parte de El buzón de la esquina, mi primera novela, publicada en 1977 por la editorial Calicanto, rama porteña de la legendaria Arca de Montevideo. Antes había publicado tres libros de poemas; este libro es el paso de la poesía a la ficción. Dado el tiempo transcurrido y la desaparición de esa pequeña editorial, se lo puede considerar inédito, al menos en castellano (existe una versión italiana y otra francesa). La historia, o más exactamente la no historia, es la siguiente: cuando a Jacinta, la protagonista, le crecen los senos, el nombre se le divide en dos: a la izquierda, Ja, de risa, y, a la derecha, Cinta, de unión. No es su única rareza. Además de “coser para afuera”, y de haberse desprendido de un marido violento y violador, el Violo, del que ha tenido siete hijas voladoras llamadas Cinta Celeste, esta mujer gordita del barrio de Floresta goza de todo lo que la vida cotidiana, vale decir, la vida, nos ofrece: una dicha constante, paladeada por los cinco sentidos del cuerpo y los cinco del alma (en total, según Jacinta, tenemos diez). Su eterno enamorado es el Jrein, que vive del otro lado del buzón de la esquina de Laguna y Gregorio de Laferrere, donde comienza lo de más allá, cerca de ese Parque Olivera que deja soplar a gusto los vientos del misterio. ¿Qué misterio? Muy simple: colgar el corpiño en la soga y que el gesto de alzar los brazos sirva de invocación, hervir un coliflor y encontrarlo igualito a una nube o a un ángel o comprobar el extraordinario parecido de un bicho canasto con don Miguel de Cervantes, darle al Jrein dulce de nísperos hecho en casa para que el pobre, tan tímido y canijo, se decida a hacerle el amor, seguir viviendo hasta el final, morirse. No, no hay historia más allá del placer, el de estar viva. A menos que, mirados con ojos de hoy, estos textitos a los que el paso del tiempo vuelve históricos contengan otro placer del que yo misma no fui consciente: el de una lengua mezclada, medio de barrio de Buenos Aires, años cincuenta, y medio de un antaño españolizado que nunca volvi a utilizar y que quién sabe de dónde sale. Tampoco pude saber en su momento que este buzón rojo y bocón iría a dividirme la vida en dos, tal como a Jacinta se le partió su nombre. Mi primera novela fue también la última escrita en la Argentina. Para bien o para mal, en adelante mis esquinas fueron múltiples.