Yo escribo con frases. No con palabras, ni con párrafos ni con textos. Escribo, de modo artesanal, con frases. Y dentro de las frases, escribo con unidades menores, con construcciones como ladrillos transparentes que muevo, reubico, reemplazo, transformo, expando, reduzco. La materia, entiendo, está para mí antes que la experiencia. La materia me convoca. Esto lo sé mientras escribo. Y mientras hago otras cosas. Lo sé mientras vivo. Mientras leo, no. Es el único momento en que no lo sé. Las frases de otro suspenden todo pensamiento en segundo plano sobre la materia propia. Que mi experiencia sea tan íntima con la materia, con la lengua, creo que tiene que ver con cierta cautela, cierta zozobra, que siempre me produjo el mundo. Meterme dentro de una frase me deja a salvo. Y desde ahí, avanzo. Una frase, luego otra, luego otra. Los ladrillos transparentes están ahí, a mí alcance, bajo mi poder, y son extrañísimos, de modo que mi poder también es extraño, en el sentido de que no sé muy bien cómo es. Vuelvo a la idea de la cautela y de la zozobra frente a la experiencia. Cuando mi padre murió, yo tenía siete años. Me acuerdo que mi mamá me lo dijo en el zaguán de mi casa de Bánfield. Una frase: Tu papá murió. No sentí el más mínimo dolor. Pero corrí hasta la plaza, y me quedé ahí. Me buscaron, creo que esperaban que llorara. Yo necesitaba escribir una carta. La escribí recién al día siguiente, en el cuaderno escolar. Me senté al lado de una ventana, en una pequeña mesa, y dispuse los objetos con los que iba a escribir. Y escribí una carta a un personaje imaginario, contándole pormenorizadamente los avatares médicos que había recorrido mi padre durante su enfermedad. Los nombres de los médicos, los hospitales, la idea de una metástasis como algo conectado en el interior del cuerpo, no bajo el imperio de células desperdigadas con la misma información defectuosa, aberrante, sino como un organismo otro, que se ramificaba desde el pulmón hasta el cerebro, subía, orgánico, como una serpiente, a través de la columna. Mucho más tarde entendí de qué se trataba una metástasis, en la realidad. En mi experiencia de esa materia, la de la enfermedad, el fraseo del cáncer era continuo, y por eso, eficaz. Yo debía comunicar este fenómeno, como hija y como huérfana. Fue la primera vez que escribí. Mi madre guardó esa carta, que jamás volví a ver. Creo que está bien no volver a ver ciertos orígenes. Los ladrillos transparentes ordenaron la experiencia del dolor, y lo anularon. Tengo cincuenta años y ya sé que es irreparable esa pérdida. Y sé que lo que estoy escribiendo en esta circunstancia involucra la experiencia de esa pérdida irreparable. Pero mi énfasis verdadero está en comunicar la eficacia de las frases. No la eficacia normativa o meramente sintáctica, sino la espléndida experiencia que significa salvarse, de manera insólita, diría, poniendo una frase tras otra, en la contracara exacta del patrón imaginario de ese cáncer continuo, que mi padre llevaba dentro de su cuerpo, y que empezaba en el pulmón, ascendía por la columna y alcanzaba el cerebro. En esa mesa, lo que hice, fue desandar ese recorrido, frase a frase. Dar una respuesta. Pequeña, claro. Dar la respuesta veló el dolor. Y eso, creo, que es para mí escribir: velar el dolor, hacer como si no existiera, y hacerlo desde la forma, respirar ahí la bocanada de aire en el ahogo, y después viene la estructura de la novela, los personajes, la ingeniería delicada cuyo equilibrio pende un hilo, literalmente, y después viene la experiencia que nutre ese despliegue, los espacios, las personas, que son lo que más me interesa en la vida, las historias de las personas, el amor, ese lujo, el dolor, ese lujo. Escribir es meterme en un territorio íntimo con las frases y ver qué pasa. A veces funciona, a veces es un desastre. A veces es de un rango intermedio, y se deja pasar. Como en una carpintería, si una mesa tiene cinco patas y no se sostiene. Pero tal vez la mesa de cinco patas sí se sostiene, y habrá gente sentada alrededor en una casa, y el carpintero sonríe, incrédulo.