Algunos apuntes a partir del seminario “Imaginación, pensamiento y procesos literarios”
Escribir.
No puedo.
Nadie puede.
Hay que decirlo: no se puede.
Y se escribe.
Marguerite Duras
Introducción
Se nos invita a reflexionar sobre nuestros procesos literarios. Se nos pregunta si escribimos de puño y letra, arrastrando una lapicera, un lápiz, un bolígrafo, sobre el papel. Si hacemos surcos de esa manera. Sobre renglones o sobre papel liso, sin rayas. Sobre anotadores, libretas o cuadernos. O en la pantalla. Si hacemos bosquejos. Si tenemos un plan o si no lo tenemos en absoluto. Después se nos pide que busquemos textos. Nuestros. Que buceemos en ellos. Que les busquemos las raíces. ¿Dónde nacieron? ¿Cómo se produjeron? ¿De dónde vienen? Todo eso se nos pide, en ocho inocentes semanas, entre agosto y octubre de 2014. Entonces exploramos. Buscamos textos. Escrituras. Y les buscamos el origen, la resonancia, la técnica, la reproducción de alguna cosa que hayamos leído: una cadencia, una voz, una textura, un personaje, una idea. Y pasamos todo eso a un Power Point. Y mostramos, entonces, esos orígenes, o lo que creemos que son los orígenes de eso que pusimos en palabras y que ahora está escrito adentro de alguna computadora, o sobre algún cuaderno, en alguna casa, o en alguna calle, o arriba de algún tren, en una ciudad de tres millones de habitantes plantada en el hemisferio sur de un planeta que todavía orbita alrededor de una estrella inextinta que es parte de la Vía Láctea. Un cuaderno en una galaxia. Algo tan absurdo como eso. Por eso, hace unas líneas, dije inocentes. Inocentes semanas que disparan tantas preguntas que al final se parecen bastante a una galaxia. Entonces, ahora, me propongo volcar en estas páginas algunas escansiones: esos lugares donde me detuve, en estas semanas. Quizás lo haga con la esperanza, vana –lo sé de antemano-, de llegar, al final del recorrido, a algún puerto. Esperanza vana, repito, porque en el fondo, más que puertos, más que bahías, más que arribos, la escritura nos propone, una y otra vez, una deriva: nunca llegamos a ninguna parte y estamos siempre despidiéndonos.
I. Las primeras semanas: apuntes sobre la imaginación
Empezamos con Facundo y con la Ékphrasis. Con Monvoisin y la Ékphrasis. Con la tormenta de Noé en la pampa y la Ékphrasis. Y yo me agarraba la cabeza y me preguntaba por qué tanto me costaba sentarme a escribir esa bendita Ékphrasis. Hasta que me di cuenta: estaba en mi novela. Y estaba atascada. Me había atascado justo en la escena de la tormenta. Tenía que matar a unos cuantos hombres en esa escena y no me decidía: cuáles de mis hombres tenían que morir en esa tormenta, entre los tiros de los Loprete, en esa emboscada, esa noche. Y que fuera de noche era, precisamente, otro problema: no se veía nada. Y así estuve, días enteros, a veces hasta muy tarde, otras veces desde muy temprano, preguntándome apenas eso: ¿cómo escribo esta tormenta? Hasta que una madrugada, todavía no sé cómo, empecé a escribirla; y cuando por fin terminé, varias páginas más adelante, con esa noche, y con esa tormenta, y con los que tenían que morir en esa emboscada, me acordé de Rulfo[1]. Rulfo siempre vuelve. Esta vez volvió para recordarme ese asunto de la imaginación. Volvió para decirme: “yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira”[2]. Entonces comprendí que todo ese tiempo en el que me había mantenido sin poder escribir esa tormenta, tenía una explicación: no la veía. Tuve que agarrar un papel y dibujar esos caballos, y dibujar la carreta, y los relámpagos, y el arroyo, y los chañares, y la posición relativa de cada uno de mis hombres sobre esos campos para terminar de entender, como si estuviera viendo una película, lo que había pasado esa noche. Sólo después, pude escribirlo. Debería decir: sólo después de inventármelo, pude escribirlo.
II. Las semanas siguientes: apuntes sobre el pensamiento
En algún momento de las semanas siguientes se nos propuso que escribiéramos un texto a partir de un ensayo crítico: me pasé días revisando la biblioteca. Esa biblioteca que hace un tiempo decidió ordenarse a su arbitrio y en la que ahora me cuesta encontrar mis lecturas. Días, entonces, enojada con esa biblioteca que ya no tiene el orden que solía tener: por fecha de lectura. Ahora se ordena siguiendo un capricho que ella sola entiende. He llegado a pensar que tiene vida propia, y que se mofa de mí: que me oculta a propósito lo que necesito encontrar como si le gustara jugar a las escondidas conmigo. Detesto que me haga esto, pero lo cierto es que no encontraba lo que quería releer y me tuve que conformar, por esa tiranía de los plazos, con lo que tenía a mano. Entonces releí todo lo que la biblioteca me permitió que releyera y me entretuve con dos textos de Borges: su prólogo a Facundo[3] y ese texto en el que se detiene a hablar sobre la vanidad del estilo[4]. Extraje, de este último, una especie de decálogo que me recordó los muchos decálogos para escritores que alguna vez había leído.
El decálogo que extraje del texto de Borges, decía algo así:
- Haga como Cervantes, que estaba más interesado en los destinos de Quijote y de Sancho que en su propia voz.
- No confunda estilo con fenómenos de puntuación, de sintaxis o de acústica. Piense más bien en la eficacia o ineficacia de esa página.
- No sea indiferente a sus emociones.
- No tenga por conciso a quién se demora en diez frases breves.
- Recuerde que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo.
- Recuerde también que la descuidada generalización es una pobreza.
- Evite las palabras definitivas: todo, siempre, nunca, único.
- No sume a la vanidad del estilo la vanidad más patética de la perfección: la página perfecta es la más precaria de todas.
- Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas sin dejar el alma en la prueba. Vea como ejemplo el Quijote, que ha ganado póstumas batallas a sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión.
- No crea que los puntos anteriores fomentan la negligencia: no hay ninguna virtud en la frase torpe; tampoco, en el epíteto chabacano.
En esas semanas también recordé el decálogo de Quiroga, y el de Castillo, y hasta el de un escritor norteamericano cuyo nombre no recuerdo, que aconsejaba a los escritores no sentarse a escribir si estaban bajo los efectos del alcohol, o de alguna droga, porque, decía, para escribir se necesita del pleno uso de las facultades mentales –todo lo contrario de lo que se pregonaba en los psicodélicos tiempos del ácido lisérgico-. Pero recordé, sobre todo, el gran consejo que daba Bolaño: “Nunca aborde los cuentos de uno en uno. Si uno aborda los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte”[5].
Pienso a menudo en esto.
Tengo la sensación de que una buena parte de los escritores que conozco se ha pasado la vida escribiendo la misma cosa una y mil veces. Como si se volviera a empezar cada vez, y se tropezara uno con la misma piedra y, en el fondo, volviéramos a esa misma cosa que nunca terminamos de decir.
Pienso a menudo en esto.
Vuelvo a Rulfo: “sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más”[6]. La cuestión es cómo los tratamos. Es decir que, en el fondo, cuando pensamos acerca de la escritura, no hacemos otra cosa que pensar en la forma. De qué manera, con cuáles artificios vamos a narrar nuestra historia. Sigo con Rulfo: “estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio (…) hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige”[7].
Y nos pasamos horas, entonces, pensando en las formas: buscándolas. Yo lo hago. Me paso horas sacando comas, y volviéndolas a poner, borrando gerundios, esquivando adjetivos, evitando adverbios, midiendo las palabras, eludiendo sus cacofonías, y así.
Así, hasta que me acuerdo de Marguerite Duras: “Creo que lo que le reprocho a los libros, en general, es eso: que no son libres. Se ven a través de la escritura: están fabricados, están organizados, reglamentados. Una función de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma correcta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio. Dicho de otro modo: libros sin autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento”[8].
Pienso en esto y repito: Hablar del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento.
Y cuando repito eso, me acuerdo de Cantabria, y de su cueva de Altamira, y de los hombres que entonces, hace treinta y cinco mil años, quisieron pintar algo en esa cueva y acabaron inventando el arte rupestre.
No dejo de asombrarme con esto: hubo un tiempo, entre fines del Paleolítico y principios del Neolítico, de hombres sin escritura que sin embargo escribieron: grabaron, pintaron. Inscribieron. Sobre piedras, dijeron.
Pienso a menudo en esto: llevamos treinta y cinco mil años tratando de decir algo.
III. Últimas semanas: apuntes sobre los procesos literarios
Cuando nos acercamos a las semanas finales de este seminario se nos propone lo que decíamos al principio: que busquemos nuestros textos, que buceemos en ellos, que les busquemos las raíces, que encontremos su modo de producción. Y entonces me veo, una noche, en casa, buscándole el origen a una cadencia, o a un modo de adjetivar, o a uno de escandir el texto, de fragmentarlo. Y resulta que no me cuesta nada: le encuentro fácilmente el origen a esos textos. De la misma manera que se ordenaba mi biblioteca cuando era obediente, así encontré que se ordenaban las raíces de mis textos: por orden de lectura. Entonces caigo en la cuenta de que después de mucho leer a Lobo Antunes, acabo escribiendo un cuento que escande las oraciones con esa misma cadencia. Y encuentro, también, otro texto que acabó adjetivándose como adjetiva Nabokov. Y otro, que respira al ritmo de Saer. Y otro que se inmola en oraciones interminables, pobladas de digresiones, como nos enseñó Saramago. Claro, me doy cuenta: son los textos producidos en la época en que me resultaba imperioso agotar autores[9]. Esa época en la que el hallazgo de un texto que me despertaba una profunda gratitud, me obligaba a bucear en ese autor, a leerlo sin respiro, un libro atrás del otro, hasta agotarme yo misma, o hasta agotarlo a él, para dejarlo descansar unos meses y verme después, sin quererlo, sin proponérmelo, produciendo un texto embebido de esas cadencias, de esas gramáticas, de esas puntuaciones, de su misma respiración. De sus formas. Los temas serán tres, pero las formas, me parece por momentos, son ésas que se descuelgan del murmullo universal, las que vamos encontrando en nuestros singulares caminos de lecturas, siempre azarosos. Formas que empezamos por hurtar, para apropiárnoslas después, para reinventarlas más tarde, para ver si de una buena vez logramos decir algo más o menos cercano a eso otro que queremos decir y que –sabemos- ni veinte libros más tarde lograremos siquiera rozar. Me acuerdo ahora de Lacan: la palabra es la muerte de la cosa. Sí. Irremediablemente.
Por eso, calculo, seguimos escribiendo. O, como decía Marguerite Duras, “Se escribe sin saberlo. Se escribe para ver morir a una mosca[10]. Y tenemos derecho a hacerlo[11]”.
Se escribe sin saberlo, repito, y coincido. Plenamente. Si vamos a hablar de procesos literarios, digo que se escribe primero y se piensa después.
Algo de esto decía Flannery O’ Connor: “En mi opinión, la única forma de aprender a escribir cuentos es escribirlos e intentar averiguar a continuación qué es lo que uno ha hecho. El momento de pensar en la técnica es cuando se tiene el cuento delante”[12]. Y también: “Si se parte de un carácter de verdad, de un personaje de verdad, entonces es seguro que pasará algo y no hace falta que sepan qué será antes de comenzar. De hecho, puede ser mejor que no lo sepan. Deberían ser capaces de descubrir algo en sus cuentos, porque si no lo logran ustedes, nadie más lo logrará”[13]. Y esto me parece central: no se escribe con el diccionario bajo el brazo, ni con el decálogo del buen escritor, ni con ese manual de gramática española o con aquél diccionario etimológico. Se escribe para tratar de descubrir algo. Y vale la pena volver un instante sobre Duras: “La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez. Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”[14].
Así que en algo de eso andamos. Escribiendo una novela que no sé bien adónde va, ni por qué la escribo; una novela que me obliga a detenerme cuando menos lo quiero, que me incita a caer en culebrones espantosos sólo para entretenerse un rato conmigo y ver cómo hago después para deshacerme de ellos, que me tiene encerrada en un pueblo atorado de polvo, sólo para que yo trate de descubrir cómo era que se sanaba el rencor. Y como no tengo la menor idea, sigo escribiéndola. Por eso me parece bien concluir estos garabatos con el epígrafe del inicio:
Escribir.
No puedo.
Nadie puede.
Hay que decirlo: no se puede.
Y se escribe.
Sí, Marguerite. Se escribe. Llevamos treinta y cinco mil años haciéndolo. Acaso se escriba para ver morir a una mosca.
[1] Me acordé, incluso, de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. El que alguna vez, hace mucho ya, me regaló el que acaso sea uno de los verbos más bellos de nuestra lengua, cuando dijo: “Me llamo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos, como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque sienta preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo”.
[2] Juan Rulfo, El desafío de la creación, Ensayo publicado en la Revista de la Universidad de México, vol. XXV, octubre- noviembre de 1980.
[3] J. L. Borges, Prólogos, “Domingo F. Sarmiento: Facundo”, Obras Completas, Tomo IV, Emecé Editores, p. 135 y ss.
[4] J. L. Borges, Discusión, “La supersticiosa ética del lector”, Obras Completas, Tomo I, Emecé Editores, p. 214 y ss.
[5] Roberto Bolaño, Cuentos, Prólogo: Consejos sobre el arte de escribir cuentos, Editorial Anagrama, p. 7 y ss.
[6] Juan Rulfo, op. cit.
[7] Juan Rulfo, op. cit.
[8] Marguerite Duras, Escribir, Ed. Tusquets, p. 36.
[9] Aún me sigue resultando imperioso hacerlo, pero trato de evitarlo. No siempre tengo la fuerza de voluntad suficiente, por lo que, inevitablemente, sufro recaídas cada tanto.
[10] La anécdota de la mosca siempre me atrajo. Dice así: “Estaba sola. Esperaba a Michelle Porter en la despensa. A menudo me quedo así, sola, en esos lugares tranquilos y vacíos. Mucho rato. Y fue en aquél silencio, aquél día, cuando de repente, en la pared, muy cerca de mí, vi y oí los últimos minutos de vida de una mosca común. Me senté en el suelo para no asustarla. Me quedé quieta. Me acerqué para verla morir”. Y después relata la agonía de esa mosca. Sus intentos por sobrevivir. El tiempo que estuvo con ella. De esto habla Duras y en esto me detengo: en la muerte de una mosca, de un insecto, de algo, en suma, ¿intrascendente? Detenerse en la intrascendencia tiene mucho que ver con la escritura.
[11] Marguerite Duras, op. cit.
[12] Flannery O’ Connor, Misterios y maneras, Ed. Encuentro, Cap. I: El arte de escribir cuentos, p. 114.
[13] Flannery O’Connor, op. cit., p. 117.
[14] Marguerite Duras, op. cit., p. 55.
Trabajo final para Seminario “Imaginación, pensamiento y procesos literarios” dictado por Adriana Amante entre agosto y octubre de 2014 en la Maestría de Escritura Creativa de la UNTREF