Leí Cecil Taylor en una edición de la editorial Mansalva, de gran formato, con ilustraciones. Desgraciadamente no puedo encontrar ahora por ningún lado mi ejemplar, para fijarme de quién son esas hermosas ilustraciones. Creo que es una buena señal que no encuentre el libro, porque debo decir que en su momento me obsesionó. Lo llevaba todo el tiempo conmigo, como si se tratara de un talismán. Algo parecido me ocurrió el año pasado con los poemas de Francis Ponge, en una edición de Cuenco de plata. Ese sí sé dónde está. Hasta hace poco lo llevaba en mi mochila. Tanto en Cecil Taylor como en los poemas de Ponge, hay algo del sentido que se me escapa. No los termino de entender. Es verdad que no son textos fáciles, pero podría esforzarme en interpretarlos de alguna manera, y sin embargo no lo hago. Encuentro alguna clave y enseguida la pierdo. Digo que es una buena señal que no encuentre mi ejemplar de Cecil Taylor porque tal vez quiera decir que ya no lo necesito, o que ya lo tengo adentro, como dice el último poema de Osvaldo Lamborghini: “No escribió/ poesía/ sin/ embargo/ la tenía/ Toda /adentro: igual/ desdeñoso/ impertérrito/ NO ELEGíA”. Por eso, creo, salió el siguiente texto, que forma parte de un libro inédito sobre mi librería: Aquilea. Librería/Museo. A la espera de un texto sobre los poemas de Ponge, todavía llevo conmigo su ejemplar a todas partes.
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Leo un libro de César Aira llamado Cecil Taylor, en el que se cuenta la historia de un músico que va de fracaso en fracaso. El relato narra las veces en las que Cecil intenta tocar su música ante el público. El rechazo que produce es tal que indefectiblemente se ve obligado a interrumpir. Antes de empezar con esta historia, el libro cuenta un episodio que no guarda relación evidente con lo que vendrá después. Amanece. Una prostituta negra va caminando por las calles de Manhattan. Vuelve de trabajar y ve a un grupo de personas frente a una vidriera. El espectáculo que los mantiene absortos es el de un ratón acorralado por un gato a punto de darle el zarpazo. Entonces la prostituta va y golpea con su cartera la vidriera; el gato se distrae y el ratón consigue huir. El grupo descarga su furia sobre la prostituta por el espectáculo que les arruinó. “Después de una historia viene otra”, dice el narrador antes de empezar con el relato de Cecil Taylor. Se sitúa así entre el final de una y el comienzo de la otra. ¿Para qué? Creo que para hablar, precisamente, de los finales. El final de las biografías suele consistir en el éxito del protagonista. Nadie cuenta la historia de un fracasado. Cecil Taylor, sin embargo, termina con un fracaso (más) de su protagonista. Sabemos que al Cecil de la vida real no le fue tan mal, sin embargo el relato prefiere terminar antes. Lo que me gusta de este libro, que por cierto no termino de entender muy bien, es que no pretende ser la primera biografía de un fracasado, pero tampoco una biografía convencional con final feliz. Me gusta que sugiera que hay vida más allá del éxito. O que el fracaso no es una moneda que cobre valor con el éxito final. Vivimos en el tiempo y un relato es una forma de estructurar el tiempo. El final feliz de las biografías tal vez influya en nuestras vidas más de lo que pensamos. Al mismo tiempo, espiar la biografía real de Cecil Taylor me impide caer en la modorra, en la idealización del fracaso. ¿Cómo se escribe el final de algo que todavía no terminó? Aquilea no terminó, pero es una existencia un poco precaria. Sobre todo en tiempos en que el libro corre peligro de quedar obsoleto. Por eso busco darle una escala mayor: mayorear, distribuir, poner un Rapipago en el primer piso. Mientras tanto, o a pesar de, o más allá de esto: Cecil Taylor.