No recuerdo con exactitud cuándo leí Los hermosos años del castigo, pero la edición que tengo es del 2009. Lo que sé es que ya había adorado un par de libros de la autora, cuando éste cayó en mis manos. Y sucumbí, quise leerlos todos.
Lo primero que me llamó la atención de ella fue su imagen, como de niña anciana, y los títulos. Este en particular: Los hermosos años del castigo. Hay tensión ahí, está implícita la belleza y su decadencia. La releeo ahora y vuelvo a sucumbir en su fraseo, entre perverso y delicado.
Fleur Yaeggy es siempre breve: hace de cada texto una revelación en miniatura. No estructura como una novelista sino como una vidente. Se pasea por la nostalgia con furia contenida. Nunca dice de más. Entre líneas hay siempre un sentido que se escapa, un roce áspero. Los niños son versiones inquietantes que contienen su propia muerte. Nunca domésticos, siempre terribles de tan conscientes. De tan solos. La pubertad como estado mortal.
El espacio de esta novela, un internado para señoritas en la nieve -muy cerca de donde murió Walser- cuenta en primera persona el deseo reprimido, la obediencia y la malicia que se oculta tras ella, la llegada de la nueva, de la siguiente, una rutina errática cercana a la locura.
No me identifico con ningún personaje en particular, pero la voz que narra me perturba. Coinciden ahí una percepción sutil de lo que se dice, de lo que se ve, y el horror de la conciencia. Una sabiduría triste que se contagia. El pavor que nos provoca la cercanía del cuerpo amado. Esa primera insinuación de la soledad que después perfeccionamos como adultos. No hay pasaje que pueda ser salteado. Al ser una miniatura, no hay espacio que no oculte una clave. Pero elijo éste al azar:
“El viento rizaba el lago funesto y los pensamientos mientras barría las nubes, las desintegraba con el hacha, y allá arriba se entreveía el Juicio Final que culpaba de nada a cada uno de nosotros”.
Fleur Jaeggy toma los asuntos como una excusa para la exploración del lenguaje. Cada frase contiene una contradicción. No crea escenas sino fantasmas. Y no contempla el humor negro. Es oscura, sin más.
Aunque descreo de los rasgos específicos de las piezas por tamaño, género, etc., la novela corta tiene una virtud per se: es una granada de mano. Un corazón a punto de estallar. Así entiendo este libro. No me gusta recomendar ni hacer encargos. Pero los lectores de Baudelaire, del Conde de Lautréamont, de Silvina Ocampo o de Clarice Lispector, deberían amarla.