Apuntes sobre la escritura poética
¿Cómo es mi experiencia de escribir poesía? ¿Cómo transito esa experiencia? ¿Qué hago cuando escribo? No sé si este texto va a responder estas incógnitas pero, al menos, voy a intentar problematizarlas, ponerlas a la vista. Es difícil, ya que no suelo poner por escrito el proceso de escritura, porque muchas veces (muchísimas) queda reflejado, esbozado o claramente presente en el poema terminado. Es decir, la reflexión sobre la práctica de escribir poesía, en mi caso, es parte de la misma creación.
En primer lugar, una cuestión que tengo muy en cuenta antes, durante y después de sentarme a escribir es considerar a la poesía como ficción. Desde que Rimbaud dijo en las Cartas del vidente que en la poesía “yo es otro”, creo que todos tenemos en claro que la poesía también es ficción. Idea que se reforzaría más adelante con los aportes de otros poetas y teóricos. Por eso mi poesía suele alejarse, de forma deliberada, de lo puramente anecdótico, desdeño la anécdota personal como única generadora de poesía, me aburre.
En segundo lugar, debo aclarar cuál es mi idea del estilo porque la búsqueda de una voz “propia” es uno de los problemas fundamentales, a mi entender, de la poesía. Todos hablan del estilo pero pocos pueden explicarse qué es. El estilo, y esto no es algo que se me haya ocurrido a mí pero lo tomo prestado con gusto, no es otra cosa que el habla, en el más puro sentido saussuriano del término: “un acto individual de voluntad e inteligencia”. Es decir, es lo que puedo hacer (en este caso con un fin estético), como usuario, con la lengua. Y mi búsqueda es esa, es la posibilidad de combinaciones, relaciones y rupturas que yo puedo lograr con lo dado, con la lengua que comparto con otros.
A la hora de escribir no tengo una fórmula: palabras + X = poema. O una receta: 1 kilo de palabras + dos gramos de retórica + una pizca de ironía… Lo que sí tengo, en la mayoría de los casos, es una palabra o un grupo de palabras que se me presentan, ya sea porque las leí en un libro o porque las escuché en una conversación en el colectivo o las vi en un cártel de la calle o las dijo alguien en la televisión, un alumno en una clase o la escribió otro en un taller… o simplemente aparecen y no puedo reponer el contexto del que provienen. Es un concierto polifónico maravilloso. Generalmente se presentan no como una idea o concepto (aunque, claro, en ocasiones, también aparece una idea o una imagen visual o una sensación), sino como una forma: un sonido o una combinación de sonidos, entonaciones, analogías, características de un registro, etc. En este sentido puedo retomar lo del estilo y la creación, no como la iluminación de un genio sino más bien como un intercambio dialógico, como proponía Bajtín, entre hablantes y palabras. En la búsqueda del estilo, es decir en la creación, lo importante es la selección y la combinación. La escritura siempre supone tomar decisiones y posturas. En la escritura hay que jugársela, no queda otra; aunque el texto sea ambiguo, eso también es tomar una posición. Creo que no debe haber ingenuidad en el acto de escribir poesía.
Una vez que tengo esto comienza un proceso que me gusta llamar de “rumiado”. Es decir, voy a rumiar esas formas por un rato (horas, días, a veces semanas). Como todos saben, rumiar no es otra cosa que masticar, tragar, vomitar y volver a masticar o la acepción que da el diccionario para las personas: “masticar y reflexionar detenidamente sobre algo”. Yo prefiero el primer significado porque se asocia a lo instintivo, a lo animal, y casi siempre este procedimiento no es consciente, sólo voy rumiando al igual que respiro. El “rumiado” puede estar acompañado de la contemplación/estudio de un objeto, comportamiento humano o animal, fenómeno climático o paisaje…
Luego del “rumiado” de esa forma o formas primigenias, me nace un deseo incontrolable de empezar con un último vómito que, ahora sí, es depositado en una libretita que llevo siempre conmigo. Los lugares para escribir estos arrebatos son variados y llamativos, muchas veces escribo automáticamente en un colectivo mientras viajo o en la sala de profesores de alguna escuela… Como ya mencioné son exabruptos, bocetos, experimentos de selección y combinación, generalmente sin una estructura determinada: no son versos ni prosa o son las dos cosas. Y ahora sí aparecen ideas y conceptos más definidos. De todas formas, para mí, la poesía no tiene como fin único exponer una verdad revelada o una serie de máximas morales. Entonces se filtran a veces malestares sociales, personales, tensiones políticas o históricas, siempre en relación con el decir. Con las formas de decir esos malestares y con las de no decir también (porque el silencio es parte fundamental), con el lenguaje en un contexto determinado. No me interesa la poesía militante/panfletaria, tampoco la poesía sentimental/autobiográfica. Sí creo fervientemente que la poesía debe ser crítica y revolucionaria pero sin perder de vista el trabajo con la palabra. Esto lo voy a retomar más adelante.
Superadas estas etapas, finalmente comienza una sesión de escritura más tradicional. Generalmente escribo poemas en serie, lo que me lleva a extender las sesiones a muchas horas de trabajo. La escritura nace de un deseo y se manifiesta en placer en cada momento de trabajo. Cuando me siento a escribir en la computadora, me gusta el acceso cercano a materiales intertextuales, de hipervínculos y de consulta. Por suerte, tengo a mano mi biblioteca, los diccionarios, textos teóricos e internet. Cada palabra, una vez escrita en la pantalla, despliega entonces una batería de posibilidades que de alguna manera ya fueron exploradas en el “rumiado” pero ahora se materializan en el texto y surgen nuevas opciones y se concretan las anteriores. Acá empieza el momento en que hay que jugársela, tomar decisiones y posturas ideológicas. Por ejemplo, una palabra revela otras a partir de su sonoridad o en relación a sus significados (sinónimos). La palabra es siempre polisémica. A veces un sinónimo me lleva también a realizar una búsqueda etimológica o, quizás, a la creación de una nueva forma mediante el uso de afijos. A su vez, los significados también trazan redes. Es muy interesante el planteo que hace Barthes en S/Z sobre la connotación, ¿no? Todas las palabras connotan y la denotación, para él y para mí también, sería sólo una connotación hegemónica, que se impone sobre las otras.
De pronto me paro y voy a la biblioteca: una palabra o frase me recuerda una cita, un fragmento o idea que leí. Puedo pasar quince minutos o más frente a los libros hasta que recuerdo dónde había leído eso que busco. Siempre leo y a veces la lectura contamina la escritura. Nunca dejo de leer mientras escribo (la lectura es un capítulo aparte). Entonces utilizo la cita en cuestión o simplemente la sugiero. Lo mismo puede pasar con una canción o una pintura, o la escena de una película. En esos casos busco en internet o en la discoteca que tengo en la computadora. Otro tanto sucede con los registros, generalmente mezcla de usos populares y cultos. Aquí debo hablar del uso del humor, el absurdo y la ironía, hay un placer lúdico al realizar estos ejercicios, me divierto escribiendo. El trabajo con las figuras retóricas también es importante. A muchas las tengo internalizadas, quizás, por mi trabajo docente. Mis preferidas son la aliteración, la metáfora, el hipérbaton, la anáfora, la metonimia, la antítesis, la sinestesia y otras. Tampoco le temo a las rimas ni a la poesía lírica. Me gustan los choques sonoros, que los sonidos saquen chispas. No por nada me inicié en la poesía escuchando canciones de rock y leyendo a los poetas de vanguardia.
Retomando lo anterior, puedo decir que el uso de los recursos que describí me sirve para revelar la identidad de las palabras como signos. Sacarles la careta y mostrar la carga ideológica que ocultan. En esto reside, para mí, lo revolucionario de la poesía (y del lenguaje en general) y no en escribir un panfleto o un estado de ánimo cargado de lugares comunes que reproducen las formas dominantes de decir y construir el mundo. Como sostenía Volóshinov, el lenguaje es la expresión material de la conciencia y puede ser una herramienta para la liberación de los seres humanos de toda forma de alienación y explotación, fijada por la ideología dominante y su base material (un sociolecto particular) en la organización de la sociedad. Entonces, retuerzo las palabras, las fuerzo, las expongo a distintas temperaturas y tensiones, las dinamito y las hago explotar, las desarmo y las vuelvo a armar. Los significantes y significados estallan en pedazos y se reagrupan en nuevas formas y sentidos. Esto no es otra cosa que el extrañamiento o “rarificación” que describían los formalistas. Para mí “rarificar”, desnaturalizar, decir diferente es un acto realmente revolucionario que se relaciona con barajar y dar de nuevo, o empezar de nuevo. Siempre pensé cómo habrá sido ese primer momento en que un sonido se unió a una idea para formar una palabra, la primera palabra.
Obsesión, sí, es eso. El de poeta, en mi caso, es un oficio de la obsesión. El trabajo de miniaturista con las palabras. Obsesión por los signos, por las formas. El procesador de textos alimenta la obsesión, ya que me permite escribir, corregir y editar, todo a la vez. Me permite ver toda la serie junta, pasear de la primera a la última página. La lectura en voz alta es fundamental como apoyo de lo material escrito. Cada dos días, aproximadamente, leo en voz alta toda la serie, la recorro detenidamente. Me paro en cada palabra o frase, a veces cambio algo, altero la sintaxis, reescribo un verso.
Por último, la serie dura lo que tiene que durar. Hasta que se extingue el placer y se renueva el deseo. Las formas, palabras, ideas con las que empecé el proceso de escritura se agotan, ya no pueden darme más. Las exprimí todo lo que pude, todo lo que mi estilo, habla o competencia me lo permitió.