Desde que me acuerdo, mamá sacaba fotos. Además de cuidarnos, a nosotros y a papá, además de trabajar en la oficina, hacerse mala sangre por casi todo y leer en los viajes, mamá sacaba fotos con una buena cámara y un zoom. La veíamos apuntar despacio, esperar y después hundirse en el cuartito oscuro que había bajo la escalera. Cuando salía, las fotos no tenían nada que ver con lo que habíamos esperado, aún en los tiempos en que ya sabíamos que no teníamos que esperar lo esperable. Yo nunca veía fotos como ésas en los álbumes de mis compañeras de la escuela, y tampoco en los nuestros porque mamá no sacaba las fotos de las vacaciones aunque todos se lo pedíamos cada vez que el auto enfilaba para el sur en los eneros de muchos de esos años.
Esas fotos, las otras, las sacaba mi hermano con la misma cámara: la familia en pleno con las olas detrás; yo leyendo a Salgari en la puerta de la carpa, muerta de frío como siempre; papá con la pipa; el auto lleno de polvo con el Aconcagua como un muro de viento en el fondo. Fotos normales, comprensibles, de vez en cuando alguna que alguien conseguía sacar por sorpresa, la cara en el medio, natural, relajada, con una expresión particular que no se pone nunca en una pose, una expresión familiar que no sabíamos que conocíamos y que aparecía ahí, perfecta, casi increíble, como si la foto fuera algo puramente mental, un pensamiento.
Mamá no sacaba fotos así. No usaba el gran angular, que fue lo primero que me entusiasmó en tiempos de enamorada de la historia y la arquitectura cuando me frustraba tener que dejar la mitad de un monumento fuera de la foto. Mamá no sacaba esas fotos y no le gustaba aparecer en ellas. Se escurría mientras preparábamos la cámara (luz, distancia, profundidad de cambio eran otras cámaras). Por eso, las pocas imágenes que tenemos de ella son fotos robadas y espontáneas, la expresión siempre mucho más natural y hermosa que las de los otros miembros de la familia. Ella estaba siempre más suelta, era siempre más ella misma que nosotros. Me acuerdo de una (no hubo muchas: ella se enojaba mucho si se daba cuenta y a veces quería eliminar la foto cuando se la mostrábamos): ella está mirando adelante en el auto; esperando que volvamos del baño en una estación de servicio. Tiene el brazo apoyado sobre la ventanilla, los ojos intensos y perdidos, como casi siempre; está tranquila, como casi nunca y tal vez, hasta sonríe. Creo que me acuerdo por la sonrisa. No eran muchas las sonrisas de mamá. Para reírnos: la escuela, los amigos, las fiestas de cumpleaños; en casa, las cosas eran serias, cuidadosas y tensas (aunque yo no lo sentí en ese entonces; entonces, hubiera usado otras palabras para describir nuestra vida: sinceridad, rapidez, tal vez confianza; todavía diría eso, pero ahora sé más; tuvo que venir alguien de afuera para que yo notara la furia en las paredes y las puertas, esa energía negra y rotunda que siempre me había parecido natural, inexistente). En esa foto del auto, reconocimos la sonrisa. Eso quería decir que la habíamos visto antes, que existía. A veces, pienso que quizás era más frecuente de lo que yo recuerdo ahora pero secreta como un amorío que mamá hubiera tenido que escondernos.
Pero sus fotos, las que sacaba ella, eran otra historia. Cuando crecí, cuando empezaron a interesarme los libros de pintura y las exposiciones, me di cuenta de que eran fotos para ampliar a 20 por 20 y colgar de las paredes de un museo. Por eso no podíamos imaginarlas en los álbumes de nadie. Lo que me extraña es que mamá no se diera cuenta, me extraña que ella, que conocía los nombres de los pintores y a veces, nos mostraba esculturas y murales de otras ciudades en los libros, no entendiera lo que estaba haciendo detrás de la puertita negra de la escalera. No, en realidad, es fácil de entender. Las fotos eran parte de ella, una parte retorcida, feroz y buena. Y ella no veía sus partes buenas.
Me acuerdo de algunas solamente. Ya no las tengo. Desaparecieron en la hoguera de aquel Año Nuevo, ese 31 de diciembre que lo cambió todo. Como en los dichos: Año Nuevo…
Me acuerdo de algunas. Pero sobre todo me acuerdo de la impresión que nos causaba el proceso completo. Verla apuntar con la cámara, a un árbol, por ejemplo, o a un pájaro o a un poste de luz, muy de vez en cuando a una persona. Y esperar detrás la puerta a que ella revelara el rollo –jamás dejaba que los tocara otra persona–. Y ver cómo salía un rato después con el papel –siempre mate, a pesar de las modas– y mirarlo y que no hubiera nunca ni un árbol, ni un poste, ni un pájaro. Mucho menos una persona. Lo que veíamos ahí no tenía nombre. Era, simplemente.
Una de árboles: El árbol era un gran roble que crecía en la vereda de enfrente. Tenía una copa verde oscura (la foto fue en verano, en febrero tal vez, cuando el calor madura hacia el otoño). Un murmullo marrón subía a los dormitorios desde sus ramas, como una nube cálida y nueva. Mamá se sentó en un sillón de la galería (privilegios de la vida en los suburbios), se llevó la cámara a los ojos y apuntó a la mitad del roble con el gran tubo negro del zoom. Nosotros apostábamos. ¿Era una foto de hojas? ¿De un nido que había descubierto entre las ramas, de un proyecto de bellota?
De todos modos, eran apuestas imposibles. Si ella no nos lo decía, nunca sabríamos a qué había apuntado. Pero después, cuando las mostraba en el papel tranquilo y suave, colores casi siempre pastel, apostábamos de nuevo. Nos sentábamos con la foto y tratábamos de ver el mundo en esas líneas intrincadas. Esto es una hoja, ¿ves? No, no, ¿no ves que es el costado de una flor? Parece un dedo… U otra cosa… Risas. Pero no, ¿no ves que es el ala de un gorrión? Ahí están las plumas.
Cuando reveló ésa, la del roble, lo que vimos era un rombo marrón con curvas a los costados. Había una especie de remolino puntiagudo torcido en un extremo, todo en distintos tonos de marrón, y en un rincón se alzaba una garra verde, en diagonal, como las patas de un cóndor que se cierne sobre un ratón. Era una foto en equilibrio inestable, parecía inclinada hacia un lado como si el remolino, que era la presa, estuviera por tragarse al cóndor y convertirse en predador. Me acuerdo de que la tendencia general era a mirarla de costado, inclinada, como si el pequeño mundo de la imagen pudiera arreglarse compensándolo desde el papel, desde afuera.
Mamá nos explicó esa foto. Le costaban mucho esas explicaciones y ahora, mirando hacia atrás desde esta otra edad (desde los tiempos en que ya no me gustan tanto las fotos de paisajes), creo que nos explicaba solamente cuando veía que el rompecabezas nos apasionaba. Entonces, se acercaba, sonreía y decía ¿Les cuento o es mejor no saber? Siempre la misma frase, siempre la misma sonrisa. ¿Ven? ¿Esto de acá? Es una ramita, por eso el marrón. Y esto es el ala derecha de un pájaro. Eso no, no, eso es una sombra. Por eso esperé un rato para tomarla.
Con esas explicaciones, tendía un puente entre una foto irreal y el mundo, entre lo que veíamos nosotros en el roble, y lo que buscaba ella detrás de la cámara. Ahora sé cuánto le costaba construir el puente. Entonces, lo único que sabía era que ella se ponía terriblemente incómoda con las explicaciones. Y las fotos explicadas dejaban de interesarle. Las abandonaba en el orden cuidadoso del cuarto oscuro y a veces, misteriosamente, las perdía. Me acuerdo de que una vez le pedí que volviera a mostrarme una que había sacado apuntando a los ladrillos ennegrecidos de la pared del garage. Creo que la rompí, dijo ella con la voz monótona que usaba cuando algo la tenía sinceramente sin cuidado.
¿Dije “explicaba”? En realidad, ella nunca nos explicaba las fotos. Jamás conseguimos que nos dijera qué quería decir con el remolino. En todo caso, lo que nos daba eran lecciones de técnica. Lo demás no se discutía. Ni las apuestas ni los ruegos ni las cargadas (¿A que esto es un remolino?; por favor, no entiendo, ¿qué es?; parece bosta de vaca) la conmovían. Es una foto, decía.
Cuando las veíamos separadas unas de otras, las fotos parecían todas iguales. Me acuerdo de que un día le dije a mi hermano que mamá se repetía. Pero a veces, hacía carpetas. Las reunía en conjuntos, por color, por diferencia de color, por fecha (tampoco explicaba eso, pero nosotros suponíamos las categorías y las comentábamos cuando estábamos solos). Cuando mostraba las carpetas, no había parecido alguno en una foto y otra. Tal vez lo único en común era que el papel mate. Eso y algo más, no un color sino una intención, algo que entonces, probablemente, yo hubiera llamado “tristeza”.
Las fotos de mamá. Ahora sé lo que buscaba en ellas. Creo que lo entendí el día de la hoguera aunque en ese momento no supe que lo sabía. Lo único que supe fue que mamá había cambiado, que de alguna forma, la habíamos perdido. Después de ese fin de año, no hubo más fotos. No hubo más cuartito debajo de la escalera. La puerta de madera oscura se abrió; alguien, probablemente ella misma (¿quién más se hubiera atrevido?) tiró los frascos y recicló las bandejas hacia el lavadero y los animales. Florecieron los álbumes normales de fotos de paisajes y de caras rojas de sol y cansancio.
Cuando vuelvo a pensarlo, me doy cuenta de que la crisis fue antes. La verdadera crisis vino después de una de las explicaciones con sonrisas. No me acuerdo de la foto que ella nos estaba explicando pero sí de que, bruscamente, dejó de hablar en la galería iluminada de la noche del 30 de diciembre, levantó el papel de la mesa y lo miró como si lo viera por primera vez. No siguió explicando.
Había terminado el año, ése y todos los anteriores, había terminado una etapa de nuestra vida, pero nosotros no lo supimos. Nos dimos cuenta al día siguiente, cuando mamá salió del cuarto oscuro a las diez de la mañana, cruzó el jardín hasta la parrilla, puso una pila de papeles sobre los hierros, dio media vuelta hacia la casa, abrió el lavadero y volvió a salir con una gran botellón de querosene.
Al principio, no nos pareció una escena clave (el primer beso, la primera despedida; la última vez que vemos a alguien antes de un viaje, antes de la muerte). Pensamos que era uno de sus ataques de orden, violento y súbito como todos.
Creo que papá fue el primero que entendió. Fue hasta la parrilla y trató de salvar una carpeta de tapas negras, la más grande de todas. Mamá se la sacó de las manos. Discutieron. Ella ganó. Papá nos llevó a dar una vuelta. La dejamos ahí, sentada frente a la parrilla, mirando el humo espeso y negro de la hoguera. Unas cuadras más allá, seguíamos viendo el humo: una torre oscura en el cielo perfecto del sur, un cielo celeste y claro, sin una nube.
Ahora (en este tiempo en que me gustan más las fotos de personas) sé lo que pasó. Sé lo que vio mamá en su foto cuando la “explicaba”. De pronto, vio las ramas y las bellotas, las alas y las piedras y los ladrillos. Vio los paisajes y las caras, las fotos de los álbumes. El mundo seguía en sus fotos, a pesar del zoom, de la espera, del cuarto bajo la escalera. Ahí estaba, impertérrito, entero. Inevitable.
Ese fin de año, mamá descubrió al mundo agazapado en su lugar secreto. Destruyó el lugar en la hoguera de la parrilla. Durante un tiempo, temblamos tratando de imaginarnos con qué lo reemplazaría. Fueron dos años en sombra. Era otoño.
Cuando llegó el segundo septiembre, la batalla contra el mundo había cambiado de frente. Las únicas fotos que tengo de mi infancia están en los álbumes. La sombra del roble había caído en el remolino.
Y las garras y la foto misma, doblada sobre sí misma en un cucurucho de fuego, rojo primero, negro después.