Trance
Las palabras en ocasiones congelan el movimiento y, sin embargo, también pueden bailar. ¿Dónde las vi bailar? Leí un poema de Alda Merini donde las palabras bailaban, pero las que más vi bailar ¿dónde fue? Ah sí, una vez en el puerto de Quequén donde Marcos levantaba los brazos, escapaba hacia el mar y su cuerpo era plumaje blanco en medio del cielo.
Epigrama
Parece un error buscar amor, afecto o comprensión donde no los hay. Es algo obvio. Conversar con la gente equivocada: las peras del olmo. Y no obstante, nunca terminamos de aprender eso, porque esperar las peras del olmo es un acto de fe. Y como sabemos la fe es un acto misterioso, pero no insensato.
Ínfima
A veces no está mal recordar la fuerza de lo mínimo, la preciosa fuerza de lo mínimo. Una ramita, un roce del aire, la ínfima luz que regresa por la mañana. Es muchísimo. La línea del horizonte en el frío mar del sur. Recordar eso. Volver a recordar. Ningún pensamiento ni estado supuestamente zen en esa tarea de poner los ojos en el horizonte del mar. El acto de mirar, de recoger la piedrita que olvidó el capital -me digo- es una fuerza. ¿Por qué recuerdo este domingo eso? Porque a veces me olvido.
La cólera del paria
Escribe César Vallejo, en carta a Pablo Abril, sobre sus avatares económicos en París. Vallejo siempre sufrió la falta de dinero, y pensó en la necesidad de una beca para estar tranquilo. Nunca pudo obtenerla. Esa saga de la precariedad es un tópico que convive con su enorme poesía. Como si la escritura atravesara su fatiga y su cuerpo expoliado, letra por letra. En un momento de la carta a Abril habla de «la cólera del paria». Se refiere a la ira que precede a las revoluciones. Pero para mí implica mucho más. Ese sintagma es tan prometedor, abre tantos mundos y tantas resonancias, que en sí mismo es un verso que concentra un poema invisible.
Viajantes
Me gusta la palabra «viajante». Me gusta en su acepción original (“dependiente comercial que hace viajes para negociar ventas o compras”), pero también me resulta interesante imaginarla como un participio de presente, algo que va ocurriendo de manera simultánea y continua. Recuerdo una canción que hablaba de una muchacha que se peinaba en la cama, y de los viajantes que se iban a atrasar. Esa administración del tiempo por parte de los viajantes, que se desplazan y recorren rutas y caminos recónditos por tareas comerciales, siempre me provocó curiosidad. Qué rareza…Una parte de la palabra pareciera que tuviera ganas de merodear o de pasear por las diferentes localidades por donde transita, demorarse en sus calles misteriosas, en la plaza pública, en las primeras luces nocturnas del pequeño centro a las siete de la tarde: Saladillo, 25 de mayo, Pellegrini, Bragado, Tapalqué…Esa hora de la tarde-noche en la que un martes, un miércoles, los vecinos del lugar se retiran a la TV, a la cena, luego de plegar sus sillas en la vereda, o de haber hecho el último mandado, quizás con un poco de frío. ¿Y los viajantes? ¿Quién los acompañará en el pequeño hotel? ¿Quién sostendrá su cena? Esas horas de silencio: ¿en qué sitio se guardan, en qué cofre? Hay un libro de Osvaldo Aguirre, Lengua natal (2006), que hablaba de los amoríos furtivos del viajante y la modista, esas mínimas historias que se destinan al olvido polvoriento de los pueblos. Viajante como oficio, sí, como último avatar de una tarea que se vuelve anacrónica en la era de internet; y viajante también como acepción imaginaria: robarle un pedacito a la palabra, robarle su raíz, y soñar un viajecito sin objetivo, sin cálculo al centro de la llanura.
La lengua íntima
Siempre asocié los nombres con colores. Como algo natural: Cristina: blanco. Carlos: negro. Emilia: rosado. Marcos: marrón. Claudia: rojizo. Guillermo: verde. Diana: amarillo, tirando a beige. Hugo: azul oscuro. Etcétera. De chico pregunté a un compañero de qué color era Daniel: para mí era verde claro. Me resultaba evidente. Pero no. Me miró con cara extraña como diciéndome: ¿de qué planeta viniste? Son esos pequeños rechazos en donde nuestro mundito no conecta del todo. Es como un malentendido esencial, o como una falla geológica con la que tenemos que convivir con cierto humor, por cierto, porque ese modo de ver no encaja del todo.
Recuerdo que apenas llegado a Buenos Aires, pregunté a mis compañeros de colegio, casi instintivamente: “¿Jugamos a la embopa?”. En Corrientes, en el límite con Brasil, significaba jugar a la mancha. Con el tiempo supe que es un término guaraní. Nadie entendió nada. Esa otra lengua que tenemos internamente, que nos ha impregnado y que ha fundado nuestra subjetividad, no está formada sólo por palabras sino también por otros símbolos y asociaciones. Todo eso tiene un ritmo y un color. Posiblemente ese universo imaginario y sonoro nos define. La poesía puede manifestarse como la exploración de esa latencia lejana y de ese contacto babélico con los otros. La lengua ajena y la lengua propia chocan y hacen combustión. En ese contacto y en ese contraste tal vez suceda una forma, una resonancia y el comienzo sonoro de una voz. La voz singular del poema.
Iniciación
Más allá de quien nombra, es posible pensar con muchos otros poetas que no es que damos lugar a la poesía sino que es la poesía la que nos da lugar a nosotros como sujetos de una experiencia verbal. De allí que más que hablar o enunciar, somos hablados por el poema. ¿Qué supone esto? Que no controlamos la escritura sino que el flujo de lo poético deja su marca como la inscripción de una lengua social en permanente ebullición. Con los materiales de la lengua concebida como un sistema codificado, la aspiración del poema parece ser la de construir otra lengua más allá de la adscripción a una autoría. Una lengua extranjera. Según el curador y crítico de arte Rafael Cippolini, “la imaginación es una tecnología insuperable”. El arte de combinar puede suponer distintas tecnologías (verbales, plásticas, sonoras), pero la imaginación es, finalmente, la matriz indispensable que da vida a los lenguajes artísticos. Cuando se piensa en la escritura como flujo verbal, tiende a pensarse inmediatamente en técnicas como la escritura automática de los surrealistas. No obstante, corregir un poema, ese acto posterior (suprimir una coma, tachar un verso, separar una palabra del resto en el blanco de la página) también es una forma de la imaginación y el pensamiento que da lugar a la escritura poética. Una escritura del pensamiento imaginativo que incluye el deseo. Y esos actos mínimos, posteriores al primer borrador, que hacen emerger el detalle y el matiz, contienen el anhelo de que el lenguaje de la poesía no se anule sino que, por el contrario, pueda manifestarse. El tipo de ritual que se ejerce para escribir un poema es particular, incluso una superstición que forma parte de la mitología de cada poeta. Lo que no se puede nunca es abandonar la aventura y el riesgo de ser un principiante cada vez que se escribe. La poesía va a contrapelo de las nociones de profesionalismo y pericia.