Me gusta construir mundos, es solo eso. Como quien teje en punto Santa Clara o modela figuras en láminas de metal. A veces me parece que las palabras son como arcilla que puede formarse y deformarse al infinito hasta resultar en algo diferente; y una vez que lo nuevo aparece, y siento por un breve tiempo que “ya está”, me gusta sentarme a ver qué resultó. Si para escribir hay que apartarse un rato del inevitable marco –llamalo contexto, “realidad”, lo que sea–, no quiero hacerlo desde un estrado sino pisando el mismo suelo, la misma suciedad; con la paciencia de las artes y los oficios, con la dedicación seria de una artesana. También me gusta disfrazarme de voces que no son yo. Como un juego, como una transgresión: una de las partes más gozosas de la escritura. Quizás por eso di tantas vueltas antes de ponerme a escribir este texto para el que no hay disfraz posible.
Confieso que tengo también una clara inclinación al collage. Si empiezo por rastrear mis marcas –no quiero decir influencias, me da pudor ubicarme en series que me exceden–, el combo es apabullante. Va del diario y la TV a Melville y Onetti; de Denevi y Nabokov a las calles de cualquier lugar del mundo; del puerto de Colonia y el mar de Mar del Plata a Thelonius, Fellini, W. Allen, Dexter Gordon. No hay un solo libro ni una sola obra, y estas y estos a su vez se multiplican al infinito: hay tantas visiones y lecturas como momentos. De los primeros Minotauros (Sturgeon/Bradbury/Burguess) quedó aquel asombro por la escritura; aquel vahído de seguir en la historia contada mucho después de cerrar la contratapa: la realidad –si la realidad eran mi cuerpo y mi circunstancia– en pie de guerra con las ficciones que abrían puertas desplegadas en un códex de tipografía cuerpo diez; el consuelo de “no ser la única en el mundo que”. Los yanquis de mi breve olimpo son dispares: Kerouac, Melville, Salinger; Moby Dick y la mixtura de novela de aventuras con tratado ballenero; de aura sacra con aceite de ballena; la alegoría que nunca termina de cerrar –¿contradictoria? ¿premeditada?– y el mar, sobre todo el mar. Melville y el Bowles de El cielo protector: el mar y el desierto: universos enormes que contrapuntean con la anécdota humana; la aguja en el pajar que multiplica una grandeza por tramos sublime, por tramos agobiante. En algún momento se colaron los uruguayos –Onetti y su tristeza sin medias tintas, entre otros- con Felisberto a la cabeza; otro quiebre, otra libertad al pensar y al decir, otro delicioso delirio. Y el Nabokov de El original de Laura y Pálido fuego: en el primero la edición póstuma con apenas las fichas manuscritas y algunos textos en una economía de recursos y potenciación de sentidos que tomé como permiso habilitante a narrar no solo desde las palabras, porque el cuerpo de la escritura dice tanto como el alma. De Kermode, traigo los diálogos: entre texto y cita; entre comentarista y autor; y sobre todo el borramiento del autor –de la autora-, meta suprema de mi escritura. Hace muy poco encontré la marca de Denevi en mi inclinación por el dueto sacro/profano. Lo más grande con lo más leve; lo más terrible con la pura y bienamada ironía.
Ahora salto en el tiempo, en los espacios, en los registros: cuando S.Freud analizó a Gustav Mahler durante cuatro horas en los bosques de Leiden, además de otras cosas maravillosas (las que creo sin reparos) encontró la razón de la banalidad que varios críticos le endilgaban a Mahler. A los diez años el pequeño Gustav había huido de una de las frecuentes peleas de los padres, la más violenta hasta entonces, hacia la calle. Al salir del edificio un músico callejero estaba tocando en su organito Aus du lieber Augustin, melodía popular austríaca. Se dice que Mahler pensó entonces ¿cómo puede estar sonando esta melodía tan alegre mientras en mi casa ocurre un drama tan horrible? Freud y Mahler descubrieron, en suma, que la irrupción de melodías aparentemente intrascendentes en pasajes solemnes y trágicos de la música mahleriana, y su inseparable relación, habían germinado a partir de aquel episodio de infancia.
Bueno, así.