En diciembre de 2011 descubrí los restos de un televisor marca ZENITH que alguien había arrojado en la esquina de Liniers y Edison. El marco plástico de la pantalla se había desprendido; lo cargué en la bicicleta y lo instalé en patio de mi casa. Imaginé que se transformaba en un homoscopio, aparato que permite contemplar lo que aparece ante nuestros ojos y analizarlo con una nitidez insuperable, sin modificar, ampliar ni reducir los objetos. A partir de esas observaciones, escribí un cuaderno que lleva el número VIII de la serie.
El encuentro de una persona con pedazos de un televisor arrojado en una esquina puede ser un hecho azaroso. Cinco años más tarde, el encuentro de la misma persona (o sea, yo) con otro televisor arrojado exactamente en la misma esquina, debe ser analizado como un mensaje de otro mundo.
O como decir: el reflejo gris sobre el cristal de una pantalla salpicada por gotas de lluvia es también una imagen del cielo.
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Hace cinco años, el gabinete vacío del ZENITH transformado en homoscopio permitía mirar un programa muy lento: los racimos de uva que maduran en silencio y las florcitas rosas del trébol en el mismísimo instante cuando comienzan a secarse; un caracol y su trazo brillante sobre el tronco de la parra; los ciclos de la vida y la destrucción.
Los rayos del sol a las seis de la tarde se filtran y encienden las hojas surcadas por nervaduras que se recortan como líneas de una caligrafía oscura sobre el verde translúcido.
El nuevo televisor que descubrí era un SHARP y no estaba tan desarmado como el anterior, por eso no me llevé ninguna pieza ni circuito. Sólo tomé algunas fotos de un artefacto inquietante que emerge entre los pastos que nadie se tomó el trabajo de cortar.
Las cebadillas cubiertas de espigas habían crecido desaforadamente con las lluvias de primavera como la que cayó la mañana siguiente cuando fui a recopilar más datos. Bajé de la bici, me acerqué a la pantalla del monitor casi hasta pegar los ojos junto al cristal y capturé esta foto en primerísimo plano donde cobran relieve las líneas de material electrosensible que se activaba en colores brillantes para formar la imagen en movimiento.
Ustedes mismos pueden comprobar la diferencia entre lo que se ve a través del ZENITH y lo que revela esta imagen sobre la pantalla del SHARP: las hojas, los racimos apenas maduros, ramas, helechos y restos de caños se despojaron de sus contornos, volúmenes y tonalidades para reducirse a elementales rayas paralelas de un trazado finísimo, líneas sobre líneas fosforescentes que ya no se encienden por el barrido de los rayos catódicos sino con el resplandor grisáceo de las nubes. En determinados puntos, las gotas de lluvia se transforman en lupas líquidas y amplifican la trama hasta mostrarla como un veteado de filones rojos, verdes y azules.
La pregunta es cómo permanecer indiferente a un televisor en medio del pasto que es un mensaje de otro mundo. Por supuesto que lo más lógico es pensar que alguien haya arrojado esos artefactos que no vale la pena reparar frente a la tecnología digital de un buen Smart TV 4K de 50 pulgadas; sin embargo, la ocurrencia de dos apariciones similares en la misma esquina nos lleva a preguntarnos por un momento si en esa esquina brotan televisores cada determinado período de cinco años. Entonces, sería como afirmar: el momento en que la Tierra se abre y entrega un fruto impensado para que alguien lo recoja en un encuentro quizá azaroso, intenso como la conexión de un electrodo con una hojita de pasto bajo el espectro de la luz solar.
El desperdicio.
El desperdicio y el fruto.
El desperdicio frutal que emite mensajes y gotas como una imagen del cielo.
Surrealismo chatarrero.
El sábado 17 de diciembre de 2016, dos meses después de tomar esas fotos, pasé por la esquina y ya no quedaba ni un cablecito del aparato; sólo pastos medio secos y algunos soretes de perro. Sobre la mierda se ha desprendido y flota una imagen de lo sobrenatural, una visión a la distancia, tele-visión electrovegetal.
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