Anoche vi el documental sobre la escritora Joan Didion que hizo su sobrino Griffin Dunne, El centro cede. Después de unas primeras imágenes sobre el San Francisco hippie y psicodélico de los años sesenta y la voz de ella contando por qué había recalado en la costa oeste, se la ve sentada en el living de su casa, hablando con su sobrino que está del otro lado de la cámara. Joan Didion es una mujer finita como un escarbadientes, descarnada como un hueso roído; pesa lo mismo que cuarenta años atrás, tiene el pelo lacio como lo llevó toda la vida y los mismos anteojos de sol grandes y redondos que usa en las fotos de los años 70 y 80. Lo que sí parece haber cambiado son sus manos y sus brazos, antes estaban quietos y ahora se mueven de forma perturbadora mientras ella habla. No puedo dejar de mirarle las manos escuálidas, arrugadas, que traslucen venas gruesas, como si su piel fuera un guante transparente dos números más grande. Cualquiera diría que está haciendo unos pases de magia o elaborando un hechizo. Didion tiene algo de bruja del bosque. La risa y la malicia en esos dientes que también le quedan grandes en su boca.
Hace unos años nos enteramos que mi papá tenía algo que le hacía mover la mano derecha. No era Parkinson pero los síntomas se parecían. Neuronas que se empezaban a morir. La mano de mi papá envejeció más pronto. Temblaba. No podía quedarse quieta. Su mano tenía más años que el resto de su cuerpo, como si fuera la mano de otro hombre. La mano de mi papá no agarraba lo que quería, más bien se agarraba de dónde podía. Después la medicación paró el temblor y la enfermedad se fue mudando a otros lugares de su cuerpo.
El otro día me estaba mirando las manos y tuve este pensamiento: si no supiera de quiénes son, diría que son manos de vieja. Se ven escamadas aunque trato de pasarme crema todos los días. Mis dedos están ladeados hacia un costado y alrededor de los nudillos se forman arrugas circulares. Me impresiona un poco verlas, pero no me disgustan. Tienen un aire a las manos de mi mamá, aunque ella siempre tuvo las uñas largas y las mías son quebradizas y débiles de tantos años de ser comidas.
Quizás las manos envejezcan primero. No sería tan extraño, siendo un extremo de nuestro cuerpo, el contacto permanente con el hacer y con la vida misma, el desgaste de usarlas para tantas cosas, triviales y trascendentes.
Hay una escena al final del documental de dos mujeres mayores que evocan a sus muertos. Joan Didion y la actriz Vanessa Redgrave están sentadas en una mesa de comedor mirando un álbum de fotos familiares, las dos perdieron a sus hijas, Didion también a su marido. La cámara enfoca las manos pasando las hojas y señalando fotos en las que ambas se ven más jóvenes o en las que aparecen esos seres queridos que ya no están. En un momento Vanessa Redgrave dice que con la muerte de su hija se dio cuenta de que nada vuelve a ser como antes pero uno puede permitirse no ponerse completamente sombrío. Algo que descubrió con el paso del tiempo. Joan Didion le da la razón y se ríe con esos dientes que parecen caerse de la boca.