De chico eras desgarbado. Las orejas, sobresalientes como asas. Tu padre se encargaba de prepararte el desayuno porque con esa primera comida que él mismo había inventado para vos, dictaminaba que se modificaría tu aspecto de palo de escoba. Tu padre -no voy a escribir mi abuelo– concentraba la soberbia del mundo en esa acción doméstica. Cada mañana, después de que te pusieras los pantalones cortos y revisaras tus deberes de la escuela, te sentabas a la mesa frente a una taza hirviendo. El olor que salía te daba arcadas. El café con leche soportaba un gran trozo de manteca que flotaba a la manera de una balsa en miniatura mientras iba derritiéndose con la lentitud de lo trágico, hasta ser nada más que una mancha dorada en el café, una especie de mensaje peligroso y definitivo. Desde entonces, aborrecés cualquier derivado lácteo. El olfato es capaz de trazar toda una biografía.
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Van cuatro días sin bañarme acá en el sanatorio. Huelo a rancio, a queso vencido, comino ácido y pescado. Mientras nos hacemos los dormidos, las enfermeras caminan con suecos blancos sobre pisos que podrían encandilar hasta a un ciego. Me decís con una voz que no es tuya “el Alplax es tan importante como mi corazón, que me den el Alplax, que me lo den de una vez”.
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Entra a la habitación una enfermera alta y morena que desenvuelve su pelo como un puñado de cintas de pana que caen hacia el piso. Tamara parece una diosa orillera. Te hace chistes y te molesta, lanza flechas, bromas sobre tu cuerpo que ahora es suyo: lo agarra con las pinzas de su lengua, lo amasa y lo celebra con cables e inyecciones. Te da en la boca, con una jeringa, un líquido para que puedas hacer caca. La jeringa es un minúsculo picaflor translúcido del Amazonas, el pico de aguja afilado y amargo. Después la diosa cubre tu nariz y tu boca con un caparazón de nácar, y te deja ahí, solo y respirando, entregado a la flotación de espuma de las sábanas.
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Tenés una colección de mangueritas transparentes, geles y estuches. Hace años te introducís esos tubitos por la cabeza del pene hasta la uretra, aguantás el dolor del plástico lacerando la carne, los movimientos de un topo que desconoce lo que es la resignación y cava y cava y cava para avanzar. Antes de que tu cuerpo ejercite el vaivén de una pequeña hoja empujada por la ventisca, decidís que el líquido ambarino y espumoso caiga, de a poco, en una curva perfecta y preciosa por el inodoro.