Antes creía que mi necesidad de escribir respondía al impulso de expresarme de algún modo artístico, como en su momento fue la música, el canto. Después asumí la escritura como un modo de estar en el mundo, una manera de mirar, a través de la palabra. También consideré la causa redentora, la que te salva y hubo momentos en que sospeché que escribía para entender todo, incluso a mí misma.
Hoy no descarto ninguna de estas alternativas; ellas conviven, a veces se turnan en su influjo. Pero hace muy poco me di cuenta de que hay algo más profundo, más primitivo que hace que escriba. Es un ente que puede llegar a ser muy oscuro, ominoso. Este poema, que fue recientemente publicado en mi libro En el hueco que queda (Halley Ediciones, 2018), muestra, intenta nombrar a ese ente:
Animal
Dentro de mí vive
un animal
que siempre tiene hambre.
Me pide tiempo,
le doy noches de insomnio.
Cuando no se las doy
se cobra de mis músculos
y de mi humor.
Me pide excesos
que no quiero darle
entonces me raspa con sus garras,
me arde.
No siempre entiendo lo que quiere
Nunca se acaba su apetito.
A veces, cuando ya no sé
qué más
se come mis silencios
y eructa palabras
fétidas,
sucias,
tiene una lengua diabólica.
A veces, en sueños,
las pronuncio
como si fuera lícito.
No me gustan sus zarpas,
su ansia.
No me gusta el animal
que vive dentro mío.
Pero cada día
pido
por lo que sea y deba ser,
que no se acabe su hambre.