El sol matinal blanquea la grisalla de viejas fachadas sobre Avenida de Mayo, mi calle en la ciudad desconocida. Vuelvo a recordar a los ausentes que en otros años hubiera podido visitar. Mis planes ahora son más precarios, no veré a nadie con quien pueda hablar de literatura. Afortunadamente anoche, en Córdoba, antes de viajar, nos reímos dos horas con un amigo de décadas, el único que sigue escribiendo, seriamente, de los que conocí a los dieciocho. ¿De qué hablábamos? De Licofrón, de Maurice Scève, de Montale y de Yeats, de Julien Gracq –que me acompaña en este mismo instante, en este bar porteño lleno de rituales, con sus ensayos casi memorialistas–; parecíamos viejos o tan sólo algo melancólicos, pero nuestro escepticismo sobre la vanidad de los libros era jovial. El atontamiento de los que fingen escribir nos alegraba. En esa ciudad, cuya ausencia no se nota en mí, porque la llevo en la cadencia de mis frases, incluso mentales, nos sobrarían los dedos de una mano para contar los nombres de aquellos con los que podríamos compartir juicios, lecturas, profundo nihilismo, incondicional apego a la forma de las frases. Uno más viejo, uno más joven, nosotros dos.
Pero desafortunadamente anoche también, mientras me llevaba a la terminal la mujer de mi vida o existencia –¿de qué otra forma podría llamarla?– me reprochó la tontería de este viaje, junto a mis desatenciones semanales, mi insoportable ostentación de una dudosa, e inmunda, superioridad intelectual, que apenas es libresca. La posibilidad de un divorcio me llena de incertidumbre, quizás sea tristeza. Pero mientras haya esperanza en el fondo de la caja, que se desaten al viento de primavera todas las calamidades, su banalidad: que me abran la pieza del hotel, ir a firmar dos contratos de traducción a dos editoriales donde nadie sabe leer, escuchar una tediosa defensa de tesis de sociología. A la noche, un evento pseudo-teatral con un par de escritores, aspirantes a figurar demasiado enfáticamente fuera de los libros, que ellos consideran tal vez innecesarios.
En la adolescencia, un maestro, que escribía poco pero había sido capaz de varios poemas sostenibles, que “funcionaban” –él usaba este verbo–, me dijo: “lo que se escribe tiene que ser necesario”. Nunca llegué a entender esa necesidad. ¿Cómo puede ser imprescindible para la vida un poema, un cuento, una cosa llamada “libro”? Ahora llego a divisar, como una línea blanca en el horizonte opaco, como la luz de la mañana que se expande y hace silbar tangos a los parlanchines habitantes de esta ciudad infinita, qué podría significar un escrito “necesario”: el que tal vez no esté hecho para desembocar en un libro, el que trazamos en soledad, para estar solos, para ocupar el tiempo y registrarlo. Poema, diario, relato que junte a ambos. Como el de una broma que me hará mi amigo de anoche de toda una vida casi, en su próximo libro de cuentos, donde un personaje que lleva mi nombre gana el premio Nobel y otro que se parece a él quiere usar unos subrayados de mi “poesía completa” para cogerse a una lectora hermosa. Como este desahogo, esta falta absoluta de proyectos. Este instante en que podría morir y lo único que lamentaría sería no llegar a ver cómo se vuelve un hombre el niñito que es mi hijo más chico. Y no me siento culpable de poner acá la palabra “niñito”, ni de haber dejado caer la síntesis cómoda del adjetivo “hermosa”. Es fácil escribir bien, editarse uno mismo, lo difícil es seguir escribiendo siempre, toda la vida. Hasta que se acabe.