El caracú
Para comer un caracú, hay que tener
el honor de recibir ese huesito redondo,
agarrarlo con la mano y hacer un sorbido un sonido
que sólo sucede en el momento del encuentro
del hueso con la boca.
Pero tampoco tu hueso es mi hueso.
Nombro,
y me asombro:
¿hasta dónde llega el carozo de la aceituna
que, bajo mi lengua durante todo el viaje,
recién escupí? Cruzó la frontera,
el muro, de un patio a otro.
Gesticulás como si yo dijera
algo extraño. Incivilizado. Te escucho
murmurar: llegó el tercer mundo.
Tu zeta resalta. Hace cosquillas
tu pronunciación
aunque no sé qué
estás diciendo.
Mi caracú
resbala sobre la vereda,
deja su grasa sobre el oro que,
todavía,
festejan hasta el tuétano.
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A brazadas
Za shtil, majnicht cain gueride…(canción popular)
a Laura, a las artistas como ella
No, no hagas ruido.
¿No ves que hay en ese hacer (mecer)
lo frágil intenso que desmenuza
las columnas?
En cada girar (de página)
la intemperie
hace chispas.
Casi a la manera de Odradek
que busca cuerpo.
Ahora Odradek se mueve
ruidoso y causa
en Laura
el moverse de la niebla.
(La mueve con un pie,
la sostiene sobre el empeine,
la alza como a una flor
redonda, verde todavía.
Después la acerca.)
En esa niebla, a veces
se desdibuja el mundo.
En esa niebla –cuando espesa–
los desdenes se empujan
lejos.
Los dedos sobre las cejas.
No todos juntos
sino uno por vez. Y otra vez.
Torsiona, desliza, escribe:
¿Abrir y cerrar una ventana?
¿Reforzar la brazada o el efecto
de luz sobre el perfil de cada pasajero?
No hagas ruido,
no estropees el silencio.
¿No ves acaso que ella insiste, dibuja
envolvente el sol entre las manos?
Alza el índice, después el pulgar
y cubre el sol y te alivia la extrañeza
del ojo.
Laura dobla en cuatro el papel.
El sol tropieza en la ventanilla.
Decimos palabras que suenen
como vértebras y reímos más
de la paradoja.
Vuelta.
Otra vuelta de página.
Entrelíneas.
Con delicadeza.
En tempo.
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Orgánico
Cómo hablar
cuando la sed es tan grande
que podría repetir
adentro de la boca
ajena
gajitos de naranja.
No puede aliviar la sed
(no podía no podría no
diría).
Entra al supermercado de la vuelta
y Shen Huang
con quien se reconocen
desde antes de cualquier sed
la atrae contra su pecho.
De la mano la lleva hasta los apios húmedos
donde se sientan
cada tanto cada año y balancean las piernas.
Le siente el gusto amargo
que no está
ahora
solo en la boca sino que se le desparrama
entre las axilas los dedos de las manos
los cabellos los vellos los pies.
Corre Shen Huang
corre
a buscar agua
Trae una botella de dos litros que ella
nunca
tiene ganas de servir, de alzar.
Cae el agua. Cae el agua. Cae el agua.
-Mirá estás haciendo un chiquero el lugar-
dice Shen Huang risueño.
Y el agua alivia inunda descubre
hasta que ya
no
se ven.