—Si no se puede entrar por la puerta entramos por el techo .—Pancho está por contestarle, pero el Loco Bambi ya se fue para el fondo; bordea la pileta y se pierde entre los matorrales, sin explicarle nada a Pancho que se queda mirando la puerta cerrada frente a él como si fuera a abrirse sola.
Alrededor todo es un quilombo. Sobre la reposera, al costado de la pileta, Marina duerme la mona, medio culo al aire, la cabeza apoyada sobre el brazo.
Pancho se deja caer al piso. La espalda apoyada contra la puerta, inexplicablemente cerrada con llave desde adentro. Todo el cansancio del fin de fiesta le baja al cuerpo: Fernet, Campari, vuelta al fernet… —Me balanceo hasta acabar, junto a esta mágica— mientras Virus sigue sonando como si la fiesta no hubiese acabado, el volumen al palo, como si el patio siguiera lleno.
Toda la noche sonando la playlist colaborativa que había compartido Tatiana por facebook en el evento privado (300 invitados, 122 asistirán, 84 me interesa). Él mismo había elegido Mirada speed, que suena ahora, y Superficies de placer, los dos temas de Virus que con Tatiana reverenciaban en la adolescencia. También dos temas de Ramones y uno de The Clash. Todas reminiscencias de sus primeras salidas a aquel sucucho new wave en Adrogué, fines de los ochentas, la época en que con Tatiana iban a todos lados juntos.
Ahora se ven cada vez menos. La inclusión de esos temas tenía algo de perro que mea su árbol. Ninguno de los invitados conocía a Tatiana desde hacía tanto tiempo.
La tarde antes de la fiesta, mientras sumaba las canciones desde su casa, imaginaba que los de rock nacional —Redondos, Divididos, La Bersuit— serían de los amigos de la militancia; los noventosos bien arriba —New Order, Erasure, Roxette—, de Marina y las amigas del barrio; la cumbia santafesina, del grupo de taller literario, con el que iban los viernes a La Mágica; la movida nacional más pop —Ceratti, Babasonicos, Kevin Johansen— de los compañeros de la facu.
Aristimuño y Drexler le hicieron pensar en la ex novia de Tati.
Revisó entre los invitados al evento pero no la encontró. Entonces se preguntó en qué fase del duelo estaría su amiga. Un enigma, que en un momento de la fiesta Pancho trató de clarificar.
—Ya fue —le respondió Tati—. Ya fue. Una pendeja.
Estaban al lado de la pile y sonaba Ganas de ti y por eso Pancho se había acordado de la ex de Tati.
—¿Y cómo estás con eso?
—Para la mierda —arrancó ella, el cigarrillo entre los dedos, el gesto de hembra dura, una Gata Varela de voz ronca:
—La extraño a la muy hija de puta.
Pancho conocía ese gesto de Tati. Por eso se apuró a abrazarla y luego a sopesar, en el tipo de llanto y el abrazo, la gravedad del asunto. También conocía muy bien esa manera tan de Tati de transformar un duelo en combustible para lanzarse como cohete a la estratósfera.
Drogadicta del dolor, le había dicho una vez, cuando se juntaban a chupar whisky y escuchar discos viejos de Pink Floyd. En esa época también cogían.
Era en el garaje de la casa de la mamá de Pancho, el colchón en el piso, el poster de The Cure con las siluetas de colores, y un Bono de anteojos negros de Ruttle & hamm. En medio de esas paredes manchadas, Cuidado con ese hacha, Eugene al palo, las velas, los sahumerios, el whisky calentando por adentro.
La madre de Pancho la quería como a una hija, y en el imaginario de Pancho y de Tati había algo de eso, algo fraternal, y por eso esa culpa que flotaba en el aire a la mañana mientras desayunaban con la mamá de Pancho, que les contaba de su último contacto con Tadeo, un alma extraterrestre que le bajaba mensajes del señor, que ella transcribía, como versículos sagrados, con letra que solo ella podía leer, toda enrevesada por el tembleque de los antipsicóticos y el alcohol.
…amanecí sin ver el sol, cuando el vacío huye de mí… Se levantó de golpe. El loco Bambi venía desde el fondo arrastrando con dificultad una escalera de pintor:
—Qué hacés ahí pelotudeando.
Levantó desde un extremo la escalera que venía haciendo surcos en el pasto y entre los dos la apoyaron contra la pared. El loco Bambi empezó a subir:
—Tenela bien.
Desde abajo veía, recortado sobre el cielo gris oscuro, la figura del loco que dudaba ahora sobre el siguiente paso. Acababa de llegar al último escalón y para subir al techo tenía que darse un envión, apoyando los brazos sobre el borde.
—Cuidado que se pueden partir las tejas. Mejor andá por el costado. Ahí donde está la parecita.
Pero el loco ya había trazado su propia estrategia. De costado, levantó las piernas y logró quedar panza abajo abrazándose al techo. El desnivel era poco y por eso pudo empezar a reptar, muy despacio, hacia la ventana abierta.
Para ver mejor el desempeño del loco, subió la escalera hasta el borde del techo. Desde ahí lo animaba:
—Vas bien, loco.
—¿Qué onda? —Sentada sobre la reposera, como al borde de una cama al despertar, Marina lo miraba, extrañada.
—Tu chonga. Nos dejó encerrados acá. Un ataque de concha. Pegó un portazo y nos dejó acá a los tres… Cómo dormís, querida.
Marina sacó su celular. Deslizó los dedos sobre la pantalla. Se llevó el aparato a la oreja. Pancho la miraba tratando de entender si ese desplante de Tati tenía que ver con alguna cuestión entre ellas y le pareció que sí, porque Marina había pasado de una expresión de resacosa remolona a una alerta de cejas arqueadas, los ojos clavados en el piso. Ahora apretaba con fuerza el celular contra la oreja.
—Qué onda, boluda. Ya te dije, a mí no me hacés esto… Que qué… vos estás reloca. Son ideas tuyas, ya te dije… —Marina se levantó de la reposera de golpe y ahora iba y venía, los ojos clavados sobre el pasto, hasta que se frenó de golpe y levantó la vista al cielo—. Esa colcha era de mi abuela, ya te expliqué, y los caballos de mi tío están en la estancia, ya te lo expliqué todo… —ahora sacudía el brazo libre, señalaba a una Tati imaginaria con el dedo índice, acusador—. Mirá, no me amenacés con esas forradas… ¿Sabés qué?: asunto tuyo, si querés meter la cabeza adentro del horno o ahogarte en la bañera asunto tuyo, a mí no me va a venir a sicopatear una conchuda hija de rempil putas y encima… —alejó el celular de la oreja y miró la pantalla con mirada aterrada—. ¡Mierda! —dijo y largó el teléfono sobre la mesita de las bebidas.
Agarró un vaso y tiró lo que quedaba al pasto. Con precisión concentrada, se armó un Campari con naranja. Pegó un trago y miró para donde estaba Pancho:
—Una forra, tu amiguita —dijo, hizo fondo blanco con lo que quedaba de bebida, se sacó la remera y se tiró a la pileta de cabeza.
Pancho, desde el borde del techo, vuelta la cabeza hacia la pileta, esperó a que Marina saliera a la superficie:
—Quién te manda a meterte con una mina que se acaba de separar…
La chica flotaba panza arriba y no pareció escucharlo porque largó:
—Una forra —réplica que no era para Pancho sino para ella misma— ¡Mierda!
Se volvió a sumergir y nadó bajo el agua. Cuando volvió a la superficie, quedó apoyada, los codos hacia atrás sobre el borde de la pileta, la cabeza vuelta hacia el cielo, los ojos cerrados, apretados, de frente a Pancho. Por el gesto fruncido de Marina le pareció que, mezcladas con el agua que se escurría por la cara, también había lágrimas.
…flotando, navego, en dirección… Se abrió la puerta de golpe y apareció el loco Bambi:
—Ya está.
Bajó de la escalera. Cuando entró a la casa, se encontró con el loco sentado a la mesa devorando restos de pizza fría. Rodeado por el desmadre que había dejado la fiesta, parecía un ladrón que hubiera revuelto la casa buscando comida.
—Re-vo-lu-ción —el loco pronunciaba las sílabas mientras masticaba—. Lo que se dice revolución, esto no es —completó señalando un forro usado sobre la puerta abierta del horno.
—No procrear, drograrse, enfiestarse…
—Mal no está. Pero revolución no es.
—¿Y Tati?
Como no había respuesta, subió la escalera. En el segundo piso encontró la habitación vacía y al asomarse al baño vio un desastre, el piso todo empapado y sucio.
Volvió a bajar.
—A coger que se acaba el mundo —hablaba el loco para sí mismo, la boca llena, las patas sobre la mesa.
Se sentó en una silla:
—El mundo no se acaba, loco… —dijo, los codos apoyados sobre la mesa redonda, el cuerpo vuelto hacia el loco, en un gesto que no era desafiante sino que buscaba sumarle intimidad a las palabras—: Lo que se acaba es la fiesta.
—Ja. Esa es buena. Sos un cráneo, vos… La fiesta que la paguen otros. Mirá, Panchito, lo que a vos te hace falta es un buen pedazo de pija.
—Pelotudo… Con todo cariño te lo digo porque en el fondo me caés bien. De todos los amigos nuevos de Tati sos el único que le sacó la ficha… ¿Seguís con el remís?
—No. Ahora vendo pizza fría en la puerta de los boliches.
—Millonario debés ser.
—Millonario sí. ¿Y vos?
—Pruebo radares para encontrar bajoneros pelotudos.
—¿Sos algo de la tele, no? Ahora hablando en serio… Algo de eso.
Marina entró a la cocina y se tiró sobre el sillón. Dejaron de hablar y se la quedaron mirando. Tenía el pelo largo mojado y seguía sin remera.
—¿Qué les gusta de Tati? —preguntó de golpe Pancho.
—Pajero —respondió Marina— ¿Me tengo que tapar las tetas?
—Nada nuevo bajo el sol, mi vida… No hace falta —replicó y puso los pies sobre la mesa, imitando la postura del loco, a quien acababa de pedirle una porción de pizza con un gesto—. Gracias —dijo, tomando la porción, y antes de llevársela a la boca, agregó—: Lo digo de verdad, no de pajero. No hace falta que cuenten cosas de la intimidad. Nada más qué es lo que más les atrae o les atrajo de ella y por lo que terminaron en la cama.
El loco no pareció hacerse cargo de la pregunta. La que arrancó fue Marina:
—Fue la primera vez que la vi. Y eso que ella estaba re de novia con el boludo este, cómo se llamaba, bue… ese, el de la agencia de modelos…
—Ramiro —aportó Pancho.
—Ese… bue, no sé si es lo que más me gusta, pero viste cómo es, a veces es un gesto, mirás a alguien y es un gesto, un gesto que dice un montón de cosas, esas cosas que no se pueden decir, que están ahí en la manera de moverse, en la manera de reírse, en la manera de hablar… Esa vez Tati se acercó, yo estaba sola en la fiesta, y me dijo, cómo estás, me lo dijo así, como una amiga de toda la vida y como una amante, y sentí confianza y calentura. Cómo estás, dos palabritas, dichas con un tono particular, que abrieron algo. Esa manera de abrirte de par en par su mundo, de hacerte sentir adentro de ella. Eso es lo que más me gusta de ella… Después es una loca de mierda, y la querés matar, pero ya estás adentro…
—A todo esto, ¿dónde se metió? —desvió la atención el loco.
—Arriba no está —dijo Pancho.
El loco se paró y se acercó al horno. Usando una servilleta de papel como guante, tomó el forro usado de la puerta abierta donde lo habían dejado.
Lo alzó hacia la luz.
Estudiando la bolsita cargada de semen, recitó con tono engolado:
—Brindo por las mujeres que derrochan simpatía.
—Salud —le siguió el juego Pancho—. Fondo blanco.
—Cerrada —se quejó Marina, volviendo a su sillón—. La puerta de calle está cerrada con llave. La hija de puta se fue y nos dejó encerrados.
—Ya va a volver —Pancho masticaba una nueva porción de pizza. Marina iba y venía con el celular en la mano:
—Atendé —largó—, dale, atendé —y se llevó el teléfono a la oreja.
Entonces se escuchó el inicio de Mirada Speed, pero ahora la canción no llegaba desde afuera, sino desde el piso de arriba.
—Boludo, está en la pieza —dijo Marina y subió las escaleras gritando el nombre de Tati.
—¿No te habías fijado en la pieza? —le preguntó el loco a Pancho mientras Marina se alejaba escaleras arriba.
—Obvio… No está.
Al segundó Marina bajaba la escalera. Traía puesta una remera de Tati, la de Pulp fiction de Umma Turman con el flequillo rollinga. Le quedaba pegada al cuerpo por el talle de diferencia con Tati.
—Se lo dejó —comentó, al pasar, sin que hiciera falta, mientras tiraba el aparato sobre la mesa. Un celular de última generación con protector plástico de diseño ochentoso con la carita del pacman con la boca abierta, tragando pastillas, persiguiendo a un fantasma azul.
Pancho tomó el aparato y pasó el dedo por la pantalla. Contrariamente a lo que se imaginaba, no tenía código de bloqueo y por eso el fondo de pantalla con la cara de Tati en primer plano se le vino encima.
—Miralo al muy amigo —se burló el loco—. Con amigos así…
—¡Le vas a espiar el celu! —largó Marina indignada.
—Dale, qué te hacés —le dijo el loco—, que te morís de ganas…
Ella argumentó que si hubiera querido ver algo lo hubiera hecho estando arriba y empezaron a discutir. El loco cambió el tono y empezó a bardearla: le enrostraba la manera enfermiza en que trataba a Tati, de su obsesión por ella, de lo poco que se quería a sí misma para dejarse basurerar así… Marina replicaba a cada respuesta, cada vez más alterada, la conversación subía de tono, con acusaciones cruzadas, llenas de palabras hirientes, pero Pancho solo registraba el aire general de la discusión porque estaba atrapado por la imagen de Tati en el celular.
Era ella, unos veinte años atrás. Se acordaba bien del día de la foto. Era una imagen escaneada del original en papel. Él mismo la había tomado con su cámara pocket.
Tati tiene la cabeza apenas de costado, una mano agarra un mechón de pelo que le cae, la otra mano hacia el frente. El brazo extendido hacia quien saca la foto, hacia Pancho. La mano está borrosa y Pancho recuerda el porqué: Vení, vení, le está diciendo Tati, y esa mano se sacude, llamándolo también con el gesto. De fondo está la ligustrina de la casa de su madre.
Ella había llegado con Kiss me, Kiss me, kiss me, el disco recién comprado, y lo pusieron en el garaje al palo. Lo escucharon de punta a punta, la luz apagada, solo una vela, en silencio:
—Poné otra vez ese, el más colgado —pidió ella, y mientras sonaba If only tonight we could sleep se empezó a sacar la ropa y lo miraba, fijo, una mirada nueva. Era la primera vez que lo iban a hacer sin estar en pedo o fumados y se notaba, en la manera en que Tati se metía en la música, ausente y a la vez con él, en ese ir y venir de la melodía, en esa hipnosis y en esa forma nueva de estar juntos. Al otro día, a la mañana, en el fondo, la foto: vení, vení, le está diciendo Tati, y cuando él deja la cámara a un costado, ella le dice:
—¿Te gustó?
—Vos me gustás —le salió, y cuando quiso agarrarla de la cintura, traerla hacía sí, se encontró con el gesto duro y la tensión en las caderas. Él la miró, con la sonrisa segura, porque todo se había dado tan así, seguro porque a partir de ese día serían novios, o algo de eso, ella le había dicho cosas, sin estar dada vuelta, y él la había querido siempre y ahora tenía en la cara el gesto del que sabe que todo de pronto encaja, y que la vida va a ser feliz, no puede ser más que feliz, porque ella lo había mirado distinto aquella noche, cuando en el parlante medio desconado, al costado del colchón y la vela, sonaba ese ir y venir, esa letra oscura.
Aquella fue la última vez que lo hicieron. Claro que Pancho se acordaba del día de esa foto. Y ahí estaba de fondo de pantalla del celular de su amiga casi veinte años después. Esa promesa de totalidad feliz que había quedado trunca, flotando en el patio de la casa de su madre. Qué locura. Mientras el loco Bambi y Marina, ahora en lugar de discutir estaban a los besos manoseándose sobre el sillón, Pancho subió la escalera y se metió en la pieza de Tati.
Se acostó sobre la cama deshecha y se quedó dormido.
Lo despertó algo húmedo en la frente. Molesto. Manoteó el aire y lo primero que escuchó fue la risa del loco Bambi:
—Dale, bello durmiente.
—Me tiraste birra en la cara, boludo.
—Dale, que la princesa no te va a venir a despertar —completó el loco y se levantó de la cama—. Algo tenemos que hacer. Tati no aparece y estamos acá encerrados. Vení abajo que hicimos café.
Se levantó. A pesar de que había dormido como dos horas, no se sentía descansado. Apoyó los pies sobre la alfombra y se quedó mirando el pasillo a través de la abertura de la puerta. Sobre las baldosas, filtrándose por debajo de la puerta del baño, una humedad, algo líquido mojaba las baldosas del pasillo.
Caminó despacio, le dolía el cuerpo. Se dio cuenta de que el loco o Marina se habían llevado el celular de Tati. Tenía la vejiga llena y necesitaba mear. Estaba caminando hacia el baño cuando sintió detrás los pasos retumbando fuerte, subiendo rápido la escalera.
Marina se le vino encima, lo abrazó y le dijo:
—La llave —mientras le mostraba el llavero de Tati; el loco los apartó de un empujón y en dos trancos largos quedó frente a la puerta del baño; y él no podía hacer nada, solo mirar, esperar, mientras el loco sostenía el picaporte sin moverlo, queriendo y no queriendo abrir la puerta.