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Toda la vida fui sonámbulo. Sonámbulo de esos que hablan dormidos, pero también de los que se levantan y hacen cosas. A veces esas cosas son complejas, y sacando el hecho de que suelen ser bastante delirantes y parecen no tener ningún sentido, mientras las hago tengo la sensación de estar muy consciente. Algunos libros de neurología hablan de experiencias parecidas como alucinaciones nocturnas. Es como si estuviera despierto y lo que hago tuviera una lógica de hierro, pero no. En algún momento me despierto en serio y me encuentro preguntándome por qué estoy en ese lugar, haciendo lo que sea que esté haciendo. En general mis episodios son más bien graciosos, por lo menos cuando los pienso a la mañana, pero en el momento siento bastante vergüenza y hay veces en que eso se vuelve un poco angustiante.
Hace algunos años alguien me dijo que me hiciera ver. No por un analista, porque eso lo hago desde hace mucho, sino que me hiciera ver por un médico. Que tal vez lo mío no fuera sonambulismo, sino una clase de epilepsia que tiene formas parecidas. Un poco asustado saqué por primera vez en mi vida turno con un neurólogo, y ahí empecé a transitar un camino guiado siempre por los misioneros del bienestar, que son los que saben mejor que uno que es lo que uno necesita.
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Mi neurólogo es un tipo macanudo, joven, inteligente, perceptivo. No se parece mucho a la imagen que tenía de los que están en su lugar. Le conté mi historia, le dije que en mi familia el sonambulismo es algo bastante común y me mandó a hacer varios estudios. El más curioso fue la polisomnografía nocturna, que consiste en internarse durante una noche en una habitación y dormir. Es un dormir monitoreado, un poquito incómodo, con varias decenas de cables que se conectan en diferentes puntos del cuero cabelludo, la nariz, el pecho, los dedos. La habitación no está a oscuras, hay ruido y gente que entra y sale para controlar, pero hay que dormir igual, para saber si la epilepsia está o no está. A mí me salió que no, que no había, pero sí que dormía muy mal.
Muchas veces la ciencia funciona así.
Mi neurólogo leyó los resultados con desconfianza, y un poco perplejo me recomendó que por las dudas tomara 0,5 miligramos de Clonazepam todas las noches. Le pregunté por qué, si los estudios habían dado bien, y contestó que sí, pero que era preventivo. Le pregunté por cuánto tiempo. Me miró como si le estuviera contestando a alguien con algún retraso cognitivo y dijo que para toda la vida, por supuesto.
Rivotril toda la vida, por las dudas. Porque hace bien.
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Con los años descubrí algo que es bastante obvio: mis episodios nocturnos aparecen en la misma proporción en la que me estreso. Si tengo una semana complicada es muy probable que haga cosas mientras duermo. Lo importante, entonces, es estar tranquilo. El Clonazepam es una droga que ayuda, pero un poco me resisto a que haga por mí algo que yo, creo, podría hacer por otras vías, sin tanta dependencia.
Entonces empecé a hacer yoga, que está muy bien, pero que implica que más allá de lo que haga el cuerpo tiene que haber un sujeto permeable a un sistema de creencias diferente al de la ciencia, al de la racionalidad, al del inconsciente, algo que a mí no me resulta muy sencillo. Mi profesora es una chica con mucha paz interior que confía mucho en que los movimientos del cuerpo, sumados a la relajación posterior y la charla sobre el poder de los chakras, me va a permitir estar quietito durante la noche. Más que estar convencida, está segurísima, absolutamente segura. No hay manera de que una práctica correcta del yoga no lleve al bienestar. Es casi como una garantía espiritual, inoxidable. Y yo le creo, pero no.
Probé también con una masajista fantástica, con unas manos mágicas, que escucha en loop el mismo disco de Sergio Dalma, siempre, y que durante los cuarenta minutos de la sesión habla (siempre) de lo sola que se siente porque el marido es pescador y pasa muchos días fuera de la casa, arriba de un barco. Mi masajista cree que si sigo durmiendo mal, pese a su trabajo, es porque me hicieron un gualicho. Me propone que vaya a ver a una señora amiga que me va a resolver todos los males. Me asegura que esa es la única manera de que pueda estar bien. Como ella.
Y fui a un acupunturista. Un señor polaco al que me recomendaron con mucho énfasis. Pocas veces en la vida sentí tanto dolor y me fui de un lugar tan contracturado, con la sospecha de que el horror es algo parecido a eso. Mientras me ponía la agujas, y revolvía con ellas en la carne, me decía que la energía es la clave de todo. Dijo la palabra “clave” muchas veces, como un mantra, como sustantivo, pero yo la escuchaba como otra cosa, como lo que hacía él en ese momento, como la conjugación del verbo clavar. El polaco dijo que tengo que dejar el yoga y los masajes (no le hablé de mi análisis, me pareció que era demasiado) para concentrarme en la acupuntura y el chi kung (del cual él es especialista), que esa es la única manera que tengo de estar bien. Salí espantado, seguramente un poco influenciado por las más de veinte imágenes de gente crucificada que había en su consultorio.
Un día la literalidad nos va a matar a todos.
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El mundo está lleno de entusiastas, de gente que quiere hacer el bien, que cree en su propio poder para ayudar a los demás. Es tranquilizante que sea así. El problema es cuando esas personas se toman esa búsqueda demasiado en serio, cuando ven en ello una misión, cuando se vuelven talibanes del bienestar, en agentes de propaganda de un régimen en el que todo es felicidad.
El otro día leí una entrevista a Zigmunt Bauman en la que decía: “Hay muchas formas de ser feliz. Y hay algunas que ni siquiera probaré. Pero sí que sé que, sea cual sea tu rol en la sociedad actual, todas las ideas de felicidad siempre acaban en una tienda”. Creo que con los misioneros del bienestar pasa algo parecido: necesitan vender una certeza. Probablemente no en términos mercantiles (o no sólo mercantiles), sino que necesitan hacerlo para reafirmarse a sí mismos. Cuantos más seamos los que estamos del lado del bienestar (del lado verdadero, no del otro), menos chances hay de cuestionar por qué la esfera luminosa del Bien no es absoluta, por qué hay fallas, huecos, intermitencias, interrupciones, vacíos, incompletudes.
Lo que a mí me pasa cada vez que salgo del consultorio de un misionero del bienestar es que termino queriendo un poquito más a mi sonambulismo. Creo que aunque sea incómodo, me dé vergüenza y, sobre todo, muchas veces no me deje descansar, es una condición de posibilidad.
Porque hay un malestar buscamos estar bien, tratamos de hacer algo con eso, corrernos de ese lugar que, de manera paradójica pero no excluyente, suele ser bastante cómodo. Porque hay un malestar escribimos, conversamos, estamos hoy acá. Nos movilizamos, inventamos cosas, hacemos arte, construimos mundos que van más allá de un síntoma.
Tengo en claro que mi bienestar no pasa por un ser-sin-sonambulismo, sino por descansar un poco mejor. Una vez que duerma bien, ahí sí: ahí voy a escribir un libro en el que les voy a explicar a todos ustedes cómo tienen que hacer para hallar la fórmula exacta para estar mejor. No, para estar mejor no: para ser felices de verdad, con una plenitud prepotente, llena de destellos luminosos.