En uno de sus ensayos, Ricardo Piglia dice que de esos textos que nos marcaron, que dejaron huella en nosotros, que determinaron una forma de entender —y, por lo tanto, de practicar— la lectura y la escritura, que determinaron, además —y esto lo agrego yo—, una mirada nueva sobre las cosas y los individuos, sobre nuestro entorno, sobre el universo y sus relaciones, de esos textos, digo, recordamos el lugar exacto en que fueron leídos. Quizás sea por la necesidad de anclar en un espacio —y, consecuentemente, en un tiempo— la felicidad del hallazgo (fijar de alguna manera esa emoción de haber encontrado un escrito que a uno lo descerebra). Creo que el impulso de esa memoria es situar la conmoción; darle algún marco, un referente concreto. A mí me pasó con las novelas de Gustavo Ferreyra. Doy algunos ejemplos, me acuerdo que El amparo la leí en el barcito de Azul y Rivadavia en varias tardes de otoño que para mí son una sola, extensa y nublada. El director, en cambio, en un escritorio que había al lado de una ventana en un piso 29 del que se veía el río. Cada vez que llegaba al clímax con la lectura, cerraba el libro y me quedaba un rato mirando para afuera. Y si doy un salto en el tiempo y en la producción de Gustavo y me voy a La familia, recuerdo que la devoré casi íntegramente arriba del colectivo 37 y en la pileta que la UBA tiene en Ciudad Universitaria, lugar en el que a veces tenía incluso el plus de encontrarme con el autor.
Las novelas de Ferreyra definitivamente se plantean a partir del impacto. En todos los casos, su lectura supone una conmoción. Toma al lector de las solapas y lo sacude. Lo confronta con el imaginario desmesurado de sus ficciones, que funcionan como un espejo fatal, irremediable, contundente. No hay forma de esquivar el zarpazo. Es pertinente el concepto de “ugly beauty” que usa Federico Goldchluk en el artículo que aparece en “El ansia”. Los mundos exasperados, esa cadena de horrores imbricados, nombrados en los imaginarios de Ferreyra son, aunque suene contradictorio, bellísimos, puro phatos. Quizás el ingrediente más salvaje —más formidable, a mi entender— de sus novelas no tenga tanto que ver con la presencia de lo escatológico ni con la radiografía de las miserias íntimas sino con la pericia enorme que tienen sus narradores para organizar con esa materia una especularidad perfecta cuya imagen refractada nos alcanza a todos. Creo que esa es una de las principales verdades de la ficción de Ferreyra.
Otro aspecto notable de las novelas de Gustavo es la prosa con que están construidas. Es torrencial y espesa. Avanza como una lava; sin embargo, guarda una porosidad que la vuelve fluida. Se trata de una escritura omnívora e inclusiva: no hay palabra —por arcaica o en desuso que se encuentre— que no suene bien —es decir: consonante con esa materia ardida que nombra—dentro del sistema de su poética. La lengua que Gustavo inventa apuesta a la expansión: es la forma que encuentran sus narradores para dar cuenta de lo desaforado. Es una glosolalia pero inteligible que parece querer abarcar todos los registros, todas las voces, todas las posibles responsabilidades elocutivas. En la obra de Ferreyra, el lenguaje se plantea como gesto de vastedad. Pedro Rey anota con lucidez en una nota: “Las palabras necesitan desplegarse en tiempo y en espacio para avanzar sobre la trama como una mancha voraz, como si, más que contar la realidad, buscaran simplemente canibalizarla”. Y es justamente eso: tal es el ensamble entre las voces y aquello que se enuncia. La escritura de Ferreyra se despliega con un ritmo obstinado. Sus narradores vuelven una y otra vez sobre asuntos que los obsesionan. Terminan por organizar con el lenguaje estructuras espiraladas —especies de laberintos retóricos— en las que lo repetido no es inerte sino una vuelta más en una sustancia de por sí inaprensible.
Esta lengua, quizás, sea el único soporte posible para la carne narrativa de sus ficciones. No voy a glosar uno solo de sus argumentos: todos los conocemos. Son imaginarios perturbadores, extremos, aberrantes, imaginarios en los que los cuerpos y las ideologías se imbrican y terminan por conformar un magma común, una misma y única cosa. De este modo, las deformidades físicas y los retorcimientos mentales se resignifican y exceden su expresión inmediata. Pasan a ser —sin contradecir la esencia de la lectura inminente— verdaderas matrices de pensamiento y, en particular La familia, expresión de un sistema filosófico. En lo que escribe Ferreyra hay una tensión en la que se conjugan una mirada grotesca —siempre mordaz, burlona— con un tono urgente, desesperado. Es el sonido de sus páginas. Y no hay forma de silenciar ese eco, que tiene algo de clamor, pero mucho más de carcajada sarcástica. Siguiendo esta línea, es bueno anotar que la ficción de Gustavo nunca deja de ser política. Sus héroes habitan universos desquiciados, rebotan contra las paredes de psiquismos retorcidos; sin embargo, habitan marcos históricos, aunque, en algunos casos, se desdibujen y tomen el aspecto confuso de los espejismos. Creo que la ficción de Gustavo se corresponde con un realismo que se va de madre, un realismo exagerado hasta la caricatura. Pienso como Pedro Rey que la producción de Ferreyra: “no se opone al realismo, sino que acentúa sus rasgos y los prolonga en un surrealismo particular”.
Para cerrar, y dar cuenta de lo extraordinario de la narrativa de Gustavo, quiero leer un fragmento de su última novela, La familia, en el que se formula un interrogante que, tal vez, no solo atraviese este texto sino que funcione como uno de los ejes articuladores de toda su obra. Cito: “Se podía deducir incluso que el mundo estaba desatento a la belleza y que solo lo convocaba, en lo inmediato, la provocación. Pensó que tal vez era mejor así; que la belleza fuera más bien secreta era posiblemente lo que la preservaba como tal. Lo provocativo se llenaba de miradas y lo bello pervivía en lo recóndito. ¿Había justicia en este asunto? En todo caso, se figuró, debía callar porque había realidades por encima de ella. Si la belleza necesitaba de la injusticia para existir no cabía más que aceptarlo. Y entonces cruzó por la cabeza de Sergio la famosa frase de Leibniz: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”. ¿Era así? Y si era sí, ¿era glorioso o miserable? ¿Podía algo ser al mismo tiempo glorioso y miserable?”
Festejo la inclusión de Gustavo en el segundo número de El ansia. Festejo también que esté tan bien acompañado. Me parece que es un reconocimiento más que merecido para una obra que tiene una voz única, que se singulariza definitivamente; una voz tan poderosa, tan extraordinaria que, al igual que la de Kafka, “afina y desvía sensiblemente” (como diría Borges) la lectura de sus precursores.