Hay algo adentro que me pica aunque me rasque. O me pica más a medida que lo rasco. Ese algo no es mío, sé que no es mío, no es orgánico o biológico o celular. Tiene que haber sido implantado porque mi cuerpo intentó durante años rechazarlo y no lo encuentro, o no lo siento, o se mueve, excepto por la picazón y el insomnio y las lágrimas y el júbilo (y, y, y) que me provoca.
Visité a varios médicos. Me hicieron una tomografía. Tuve que quitarme media docena de piercings para que no encontrasen nada. Nada.
—Tu cuerpo no tiene nada raro —me dicen.
Debe ser de la cabeza. Probé la terapia. Lacaniana, freudiana, gestalt. Nada que apacigüe el deseo irrefrenable de no ser yo por un rato.
Probé con el dolor. Probé con el placer. Con el alcohol hasta perder la conciencia. La conciencia se pierde pero se encuentra pronto, no es como las llaves o la billetera.
Esa parte de mí siempre está encendida. Ese implante no lo controlo, él me controla a mí. Se activa cuando quiere, me obliga a obedecer y debo prestarle mis palabras y mis manos para que se materialicen.
Una vez quise ignorarlo. Pero late. No sé dónde, late. Como cuando te late el ojo y de repente tomás conciencia del ojo y querés que se detenga y es peor. Y entonces de pronto deja de latir y no hiciste nada. Es así, pero al revés, porque este implante me obliga a hacer.
Pensé que el amor iba a neutralizarlo pero fue peor porque comprendí que esa cosa se alimenta del bienestar, de la tristeza, del miedo, indistintamente.
Me levanto en medio de la noche. Olvido mis obligaciones. Me ataca cuando miro dormir a alguien. ¿Cuándo miro dormir a alguien? El tiempo de soledad se alarga y el implante lo sabe entonces me hace escribir para no extrañar, para reconstruir los nodos, comprender los atajos y convertir la sangre en otra masa oscura que se lance al espacio.
Escribir es viajar en el tiempo, me dice el implante al oído, como desde afuera pero por dentro.
—Podés volver una y mil veces a ese lugar que no entendés— me dice.
—No es que lo vayas a entender, pero podés hacerle una autopsia—me dice.
— Es inútil rascar el miembro amputado, porque tu libre albedrío ya no existe—me dice.
—Eso es lo que pica. No se elige escribir, se escribe porque se es alguna clase de elegido—me dice.
Le pregunto elegido de qué y para qué. ¿Yo?
—Eso nadie lo sabe. Alguien te elige y puede que se equivoque, pero es la condena que te toca—me dice.
—De última te van a lapidar o ignorar, lo que duela más—me dice.
—Pero olvidate de vivir de eso, vas a tener que vivir CON eso—me dice.
Le digo que duele. Me dice que me joda. Le digo que necesito estar en silencio. Me dice que no es una opción, que tengo el silencio de los muertos, que la vida está hecha para decir, me dice.
Y digo diciendo, entonces. Y escribo siendo dictada por algo que vive en mí, de mí, que no puedo arrancar ni rascar ni oler ni saber dónde mierda va a esconderse esta vez.
Es lo que hay, porque soy la elegida de algo que no entiendo y que no creo estar a la altura, me dice.
¿Y quién soy yo para desobedecerle?