¿Qué escribe el que lee? ¿Qué lee el que escribe? Dos preguntas intercambiables que implican una banda de moebius entre lo que se escribe y la lectura. Como las manos de M. C. Escher (“Manos dibujando”, 1948), encontrándose en el papel y sobresaliendo del mismo para trazarse. Barthes decía que con ciertos libros levantaba la cabeza, una forma de escribir en el aire lo leído, realizar el propio texto en la nebulosa de la lectura. De esta manera, podríamos empezar por una condición de lectura, la elevación, y una materialidad de la escritura, el trazado. ¿Qué escribe entonces el que lee? Sin duda su propio libro, cuya edición es muy particular. Se trata de una edición variable: el libro que escribe en el momento en que está leyendo, aquel que va incorporando a través de subrayados volátiles (levantamientos de cabeza). Como en Alicia en el país de las Maravillas, es un libro que puede cambiar su dimensión según los tiempos. O acaso, mutante lector, tus subrayados no cambian según las épocas. ¿No has experimentado en ciertas ocasiones resultarte absolutamente irreconocible en subrayados que hicieras en lecturas precedentes?, preguntarte: ¿qué significó para mí dicha frase?, ¿por qué marqué con un lápiz semejante sensiblería? O también la intriga de reencontrar el sentimiento de afinidad: algo de mí quedó oculto bajo ese subrayado… Y esta es otra cualidad de la edición del libro de la lectura: el esfumado de su significado. Más que un libro para la posteridad, es un libro propio, secreto, donde se cuecen los sentidos, y que flota como balsa en las aguas de la memoria, a la manera de Felisberto Hernández, un promotor de las ideas móviles ante la preponderancia de las fijas…
La escritora rusa, Nina Berberova quiso establecer la lectura de su vida y tituló su biografía El subrayado es mío (1957). Claro que esa fue su vida “subrayada” a los cincuenta años. ¡Sería interesante pensar un escritor con varias autobiografías!
Pero volviendo al libro del lector, más allá de sus características intangibles, podríamos pensar su contenido como una suerte de caja de resonancias. Frases nubes que un día se enlazan con algún pájaro que sobrevuela nuestra mente, y otro se esfuman, y reaparecen bajo la forma de una pregunta. Porque así como le rehúyo a ciertas fijezas, tampoco me atraen las lecturas por identificación, o en todo caso, festejo aquellas que provocan una identificación inesperada; descubrir lo propio sin reconocerse. Ya no bajo el típico comentario de filiación, “ah, me pasa lo mismo que a este personaje” o “soy igual a”… etc. Que la lectura no sea un texto de ratificación, sino de asombro. Parecido a lo que le ocurre a León, el segundo amante de Madame Bovary, cuando le dice a Emma: “¿No le ha ocurrido algunas veces tropezarse en un libro con alguna idea vaga que se ha tenido, como una imagen borrosa que nos viene de lejos, algo así como la exposición completa de nuestros sentimientos más sutiles?”