Ciertas observaciones en un jardín
He olvidado lo que alguna vez supe sobre los árboles
pero, si fuera pintor, podría pasar mi vida pintándolos,
aunque mis manos torpes apenas sirven para trazar
una y otra vez las negras líneas de ciertas palabras
o para recolectar las cerezas dispersas sobre una tierra
al otro lado del océano. Adramandoni; ese es el nombre
que los ángeles confiaron a Swedenborg en sueños:
jardín del Edén. Puedo imaginar el árbol,
al hombre y a la mujer, a la serpiente, pero no a Dios:
¿sería sólo una voz? ¿o aparecería de pronto entre las ramas
como el gato de Cheshire, sonriendo, desapareciendo luego,
dejando entre las hojas una fantasmal hilera de dientes
y algunas palabras confusas?: un perro no está loco.
Regreso a las cerezas. Los árboles navegan en la luz,
pero al declinar la tarde yacen de nuevo inmóviles
como trampolines verticales. No hay niños riendo bajo las hojas.
O sólo hay uno: él carga su jardín portátil en la memoria
y, atravesando años de olvido, aparece bajo un limonero
para recordarme la importancia de cualquier jardín.
Lupus
Todo perro es un error, lobo envilecido;
al canis lupus se agrega familiaris,
y el peso de su degradación reposa
en esa última palabra:
apéndice óseo como un feto de fauno.
Un tejido detrás de la retina –tapetum lucidum-,
permite a los lobos cazar
tanto de día como de noche,
ver el óbolo en el lodo,
andar sobre el perplejo espejo de las sombras.
No se postran ante el gong del amo,
ni temen al relámpago que divide la tiniebla.
Si tuviera que elegir o soñar, ordeñar
un milagro de Luperca, opto por el lobo:
olfatear al halcón en el viento, al salmón en la corriente,
emancipado de mi propio perro racional,
nada familiar a lo que estar atado.
West 67th Street
Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida: la dirección de su segunda esposa,
en Nueva York, susurradas al chofer del taxi
y empapadas del cansancio de aquel
que acaba de atravesar el océano
estudiando la anatomía de las nubes, comparando
la veloz metamorfosis del cielo con la corrupción.
Delfines lo acompañaron bajo el avión, reunidos
en la alargada sombra sobre el agua.
Ellos lo sabían. ¿Lo sabía acaso él?
Sin embargo, esa era sólo la mitad del camino;
le faltaba aún recorrer el resto.
Un poema es un acontecimiento,
no la descripción de un acontecimiento,
solía decir; de modo que los árboles a ambos lados de la calle,
los autos que circulan como peces, la luz de un cuadro de Vermeer,
los botiquines repletos de torazina, la casa de piedra de su abuelo,
las mansiones bostonianas bajo la nieve,
la celda que ocupó por negarse a matar,
el Santo Padre afeitándose detrás de un spinnaker,
el humo de un cigarrillo sobre un poema inconcluso,
nada tienen que hacer aquí. Recomienzo, escribo:
West 67th Street. Esas son las últimas palabras
que Lowell pronunció en vida, tal vez.
Tampoco es posible imaginar lo que un hombre ve
mientras el barquero lo conduce entre el incesante
movimiento del tráfico y esos inesperados derrumbes de la luz,
una nueva forma de corrupción, como la capacidad de corromper
que la poesía posee y que incluso
en ese último instante lo sostiene.
A ambos lados del taxi, delfines lo escoltan en el aire.