Igual que en cualquier oficio y tal vez más que en cualquier oficio, el escritor es un trabajador gregario. Necesita, casi por definición, de otras personas: lectores. Pero el trato no se cierra ahí. La actividad literaria en todos sus vértices es una práctica plural. Escribimos para que nos lean, leemos para recomendar a alguien lo que hemos leído, o para charlar con los amigos que también leyeron, y que nos recomienden. A veces damos otras explicaciones: leo y/o escribo porque la vida y el mundo y bla bla bla. Es que hay algo que se nos juega fuerte en esas definiciones. Leemos literatura y leemos sobre literatura en un espacio inmaterial que es como una cancha de fútbol gigante pero de todos contra todos. Esta novela es una porquería, leo en Facebook y detrás los comentarios que saltan para defenderla. Los argumentos se apilan como las piezas del jenga, y no es que uno quiera convencer al otro de que la novela es, o fue, o va a ser: se disfruta el regodeo, se hace estopa para las próximas chicanas de bar: ahí está, ahí llegó el que le gusta ese bodrio que tuvo tanto éxito.
Es que no es solo rock & roll, y el merchandising nos encanta. Pero no está mal, quiero decir, no lo estoy comentando de modo peyorativo. Bien haríamos en asumir nuestra relación con las materialidades de la esfera pública a la que el arte nos invita, o de la que nos expulsa. A veces parece que estamos todos de acuerdo: queremos vivir de hacer libros, o de leerlos. Queremos comprar, en términos de Schweblin, tiempo para la escritura. Queremos recibir una herencia, ganar el loto, y que nuestra agenda empiece a las diecinueve pe eme. Mientras esperamos el milagro desplegamos nuestras redes literarias: escribimos y leemos en libros, revistas, afiches, volantes, espacios virtuales prestados o autogestionados; compramos, prestamos y robamos libros, nuevos y usados; vamos a las ferias, nos hacemos amigos de los y las que venden en las librerías, leemos y escuchamos en los festivales, ciclos, programas de radio, en las plazas, cárceles, escuelas, centros culturales, en la televisión.
No quiero pecar de optimista, pero entiendo que la esfera pública literaria corre sus límites de legitimación y se va poniendo más permeable. Acompaña, de algún modo, algunos cambios culturales significativos. En principio (y no digo, por caso, ninguna novedad) las posibilidades de reunión de escritos y lecturas se multiplican. En parte porque los medios de circulación son cada vez más y están más al alcance. Y si bien el valor simbólico de la multinacional editorialista sigue en vigencia y funciona como garantía de calidad, ya nadie desoye lo que proviene de otros circuitos. Muchos escritores incluso abandonan por momentos los anaqueles de editoriales consagradas para ir a compartir catálogo con colegas emergentes en un sello ídem. Lo mismo sucede con los espacios de lecturas públicas y recitales. Como en el carnaval bajtiniano, las clases sociales del mundillo literario se reúnen, comentan, intercambian, abonan un terreno para la producción que será tanto más rica cuanto más plural. Es que ahora publica cualquiera, dice la escritora cuyo peinado y uso de los adjetivos quedó atornillado a épocas otras en que viajaba en carroza, y hacía saludos de reina.
En la primera semana de marzo hubo en la ciudad donde vivo un movimiento sísmico: a partir de una nota periodística que daba cuenta de hombres escritores locales casi como los únicos referentes literarios, las mujeres nos reunimos en una Colectiva de Escritoras y Editoras Platenses. Impulsadas por el enojo del silencio que ignoraba nuestro trabajo, nos conectamos, escribimos, nos leímos, xilografiamos, marchamos, proyectamos. Abrimos un espacio adonde antes parecía no haber ninguno. La tan mentada hegemonía patriarcal ve temblar sus cimientos también cuando hablamos de literatura. Como me gusta decir, si vinieran ahora los cincuenta, dejaríamos a Silvina pelear la cima del podio.
La red, entonces, cada vez más amplia y más mestiza. Nunca habrá más escritores que lectores porque los escritores somos lectores voraces. Hay más personas que escriben y más personas que leen en tanto las actividades de leer y escribir literatura se despliegan por fuera de sus propios límites. La multiplicidad, el exceso, eso sí, nos hace leer de otro modo: sin pipa ni estufa hogar, sin ciruelo frondoso que nos cobije. Leemos de a muchos textos por vez, con la mente repartida, fragmentada como en un caleidoscopio. A veces leemos incompleto, o mezclado, o fingido. No es peor. Es otro modo, nomás. Es otro camino, de muchas voces a veces superpuestas que construyen sentido. Qué bueno que hoy cualquiera publica. Qué bueno que siempre haya un roto para un descosido, que tengamos lectores y escritores a la medida exacta de nuestros deseos. Qué bueno que podamos dar valor y significado porque sí, porque se nos canta, porque allí nos vemos.
En tiempos argentinos de recortes y de mezquindades, de miedos de decir y de morales arias, celebro que en esta red entremos todos los peces. No creo que la literatura sea, como dice un escritor que admiro, ese grupete de trecientos “inadaptados” que hacen y leen libros. Creo que el propio hacer venció esos límites y la volvió incontrolable, inabarcable, casi infinita.