Cuando era chico estaba obsesionado con la lectura. En casa no había biblioteca pero sí libros apilados en la mesada. No es que me ponía anteojos y leía a Salgari. Me hubiera encantado usar anteojos y leer a Salgari pero las cosas no se dieron de ese modo. Y sin embargo yo estaba obsesionado. Sin tener la menor idea de por qué, leía cualquier cosa que me pasara cerca. El diario, algún folleto de negocios del barrio, la composición química del Poett. Lo que digo es algo personal y no tiene por qué importarle a nadie. Pero lo digo porque ese impulso infantil fue el mismo que sentí cada vez que la traducción se me impuso como una necesidad irracional, urgente y un poco absurda.
No soy un políglota. Me hubiera encantado conocer más idiomas, el italiano por ejemplo, que me parece tan sonoro. Tengo el inglés de cualquiera que haya hecho el secundario. Nunca viajé a países de habla inglesa. Tampoco fui a un instituto de formación especializado para tener una dicción elegante ni trabajé en fábricas o en bares en el extranjero, conviviendo con el idioma del pueblo. En mi colegio, había tres niveles de inglés, que pedagógicamente se llamaban: Alto, Medio y Bajo. Pasé cinco años en el Bajo. Yo era un estúpido que creía que el inglés era el idioma del Imperio y me negaba a su estudio con toda rebeldía, desde mi gigantesca capacidad de encapsulamiento. Pobre idioma inglés, qué culpa tenía. Pero esa limitación inicial ahora reaparece cuando me enfrento a mi necesidad de leer y lo primero que me pasa es que veo el poema-en-inglés como un enigma, envuelto de neblina o así como deben ver las cosas aquellos que pierden sus anteojos. Levanto la vista y voy reconociendo a tientas, con esfuerzo, difusamente, con la dificultad de quien se despierta en una habitación que no reconoce. Pero esto, que es una limitación y un problema, también resulta un enorme motor para mi deseo. El motor del deseo se enciende porque, lo que entreveo, esas sombras en movimiento, el paso fugaz de algún verso como un conejo, empieza a convencerme de que tengo que seguir y de que me espera, al final del recorrido, la felicidad del oasis en medio del desierto. El desierto, no sólo de la dificultad general de toda traducción sino otro, anterior y mucho más extenso. Ese desierto debe ser el motivo por el cual abandona el mundo quien necesita convertirse en lector.
Cualquier traducción es una lectura rabiosa. La rabia es la rabia del deseo y querer traducir un poema es querer fagocitarlo, devorarlo y asimilarlo hasta convertirlo en propio. Hasta poder decirlo con tus propias palabras, ni más ni menos. O mejor aún, con otra voz, la voz que emerge del cruce, la que responde por ejemplo a la pregunta de ¿Y cómo sonaría Mary Oliver si hablara nuestro idioma?
No creo que los traductores sean especialmente buenas personas, seres de luz que prodigan su bondad desinteresada por la faz de la tierra, esparciendo la semilla de la concordia. Para mí, se parecen más a los vampiros, seres nocturnos y melancólicos que hincan sus dientes filosos para absorber hasta la última gota de sangre de la víctima. ¿Para subsistir? En parte. ¿Por el goce erótico del encuentro? Tal vez.
Hay una dicotomía famosa. Lo traducible versus lo intraducible. Los conservadores creen que una traducción es una versión siempre menor de un original más alto. Pueden ser distinguidos por el uso de frases como “habría que verlo en el idioma original” o “sí, muy lindos versitos, pero suenan mucho mejor en escandinavo”. Me quedo con lo que dice Ricoeur: es necesario hacer el duelo de la traducción perfecta —imposible— y seguir.
Podemos volver a Shakespeare o a la Ilíada, gracias a las traducciones. Necesitamos de una continua retraducción para volver a apropiarnos de la palabra, porque la palabra es ligera y se pierde, se esfuma. La traducción tiene entonces una misión doble: por una parte, volver a acercar aquello que se fuga, para que vuelva a emocionarnos, acá y ahora; por otra parte, lo contrario: el desafío de que la palabra no pierda su gracia, su gravidez: su fuga. Que renueve sus alas, para escaparse de nuevo. Esta parece ser la dialéctica de la traducción, o mejor, para ser un poco menos pomposo: su juego. Y los clásicos resisten e incluso propician las sucesivas retraducciones y relecturas, ese volver a apropiarse y perderse en el paso de hombres y mujeres en el tiempo. Como Sherezade, otra noche, otro cuento.
Menciono a los clásicos y su resistencia porque vislumbra un aspecto, si me permiten, misterioso. Es decir, algo que no es secreto ni revelable. Que es, en cierto sentido, intraducible. Ese punto ciego, que para mí sólo alcanza la poesía, es un punto de fuga en donde ya no sería posible la traducción. Brillante como el jade, ese resplandor es sin embargo el principal impulso de cualquier lectura/de cualquier traducción. Pero no creo que el jade radiante resplandezca sólo en los clásicos. Creo que, en todo caso, hay algo clásico y a la vez algo muy propio, ruptura/tradición, enlazadas orgánicamente, en cualquier poema verdadero, escrito por cualquiera, en cualquier momento de la Historia. Incluso, en una versión de un poema ajeno. Como si todo poema fuera nada más que una versión de otro anterior y bailará, si hay suerte y buen ritmo, la misma vieja danza, distinta cada vez.
En la traducción, no todo es dramática pérdida irreparable. Hay pérdida, por supuesto, pero también aciertos, revelaciones, una misma canción con un ritmo diverso. Y en la larga duración, en el más allá en donde ya aparecen borrados los nombres y los egos, queda la poesía. Si todo salió bien, también el vampiro —traductor/lector: escritor— se retiró a sus aposentos, saciada su necesidad hasta nuevo aviso, mientras en el cielo refulgen las palabras como estrellas de la noche, con su luz extraña, muerta y viva y en derredor el halo de su misterio.