Irse, no escribir. En lo posible, no escribir nunca más nada. No leer tampoco. Hasta que se pase. Hasta que se pueda leer sin escribir después, sin quedarse las cosas de los otros con angurria, con mala fe. Suspender la rapiña. Suspender la malversación, ¡tener un poco de vergüenza! Y de paz. Para mí y para los otros, los que andan a mi alrededor con noticia de que andan a mi alrededor o sin ella, los sometidos sin derecho a réplica a que yo, no sé con qué derecho me creo, los escriba. ¡Pero qué les importa, no es que vayan a leerlo! Ni vas a ser tan hábil como para calcarlos al punto de que se reconozcan. Para ofenderse antes hay que identificarse. Un papel carbónico es más útil. Un papel carbónico, una cosa sin alma, sin intenciones. Sin esas esperancitas humillantes. Rembrandt se pasó la vida bizco estudiando su cara para hacer ver la cara de los demás. Mantas vaporosas de pelo fino y rubio alrededor de su máscara (la máscara que coincide con tu cara, escribió Calvino). Después miró mejor las manos. Las manos no se ofenden. No escribir, o escribir sobre manos contra manos, manos entre manos. Pero escribir es mirarse, siempre, y ¡hay que tener un poco de vergüenza! No escribir ni siquiera sobre las manos.
Irse, no escribir. Cruzar un océano. Mirar las nubes desde la altura. Despreciar los libros que se llevaron, pensar en abandonarlos al llegar a destino. No atreverse, pero tampoco leer. Llorar ante la silueta de una costa verde recortando el mar. Llorar al oír la primera palabra en una lengua extranjera y cantarina. Llorar frente a ruinas milenarias, frente a las mil y un variaciones de la luz que acumulan sobre ellas, después de todo este tiempo ancho y poderoso. Entrar en lo dorado como en un agua tibia que no es de nadie.
Doblar sin dirección, sin voluntad casi. Avanzar. Comer poco, dormir poco, hablar poco. No escribir. Subirse a trenes vacíos en medio de la noche, ver cómo el día se impone, brotando de la bruma blanca. Asistir a ese bautismo. Rezar a los colores, orar por las figuras que los traen. Cruzar un estrecho invisible sobre aguas de obsidiana. Dejar de comparar a las aguas con las piedras. Decir que el agua era negra porque el cielo todavía estaba oscuro. Andar a pie. Trepar montañas por caminos de tierra, confiar en los mareos de los extraños que se apiñan en la altura para seguir. Girar de repente y encontrar un turquesa imperial derretido en el fondo de un acantilado. Ver plantas sin hojas, sin flores. Y no tener absolutamente nada que decir sobre ellas.
Tocar en secreto las columnas, las rocas, los jardines abandonados, los mares siempre nuevos. No interrumpir. Nada que anotar. Sentir el vértigo al empuñar el lápiz, la tentación. Pero no escribir. Dejar al mundo dorado en paz, a salvo del cuadernito. ¡Pero no podrías lastimarlo, no podrías tocarlo, no podrías ni siquiera nombrarlo! La pobreza de tus adjetivos pobres no puede tocar las cosas. Todos los adjetivos son pobres.
No escribir, no por el veneno tuyo, absolutamente inofensivo para cualquier otro ser o mundo de esta tierra, sino por eso mismo: por su inocuidad. Mejor, por la terrible conciencia de su inocuidad.
Una conciencia liberadora, al fin. No quejarse.
Llorar al pasar bordeando las higueras que crecen de las piedras, antes del río que es un río de jade. Despedirse sin irse jamás de ningún lugar, pero antes de eso ver todo lo que se pueda, lo más que se pueda. Verlo lo más posible, verlo en secreto a la vista de todos, reconciliarse en la antigua intimidad silenciosa con el universo, para siempre. Ver y encontrar a todas las cosas perfectas y de nadie. Ver, ver, ver, ¡ver! ¡Qué milagro! Dan ganas de cortarse las manos. Dan ganas de arrancarse la cara.