a Lucía Piossek
A principios de los noventa, Pablo era militante de izquierda. Yo era estudiante de Artes. Para mí estar en un partido era un hecho anacrónico, destemplado. Pablo estaba cómodo. Le daba sentido a sus cosas. Un día me dijo que si no fuera por el partido, él estaría muerto. Las ideas te levantan, te hacen creer que tienen un peso en la realidad. Todos sabemos que esto es falso pero no nos importa. Nos ayudan a borrar el pasado, dijo Pablo.
Estábamos en el café de siempre. Sentados frente al atardecer impío, esperando que viniera un contacto para la marcha. Pablo sabía que yo no militaba pero siempre trataba de convencerme. Me habló de una mujer alemana o de familia alemana, de esas familias que quedan en los bordes de la ciudad. Dijo que era nieta de la hermana de Nietzsche. Yo no le creí, por supuesto. Pensé que era una mentira para que lo acompañe. Es una rubia rara, dijo Pablo, y ahí le presté atención. En ese tiempo yo estudiaba filosofía y quizás por eso me llamó la atención ese dato imposible, ligado a Nietzsche. Pablo lo dijo con toda intención, sabía que eso me engancharía.
Pedimos dos cervezas y el líquido entonó la tarde mientras esperábamos. Pablo dijo que la mujer siempre hablaba de su abuela, Elisabeth. Él la conocía del partido y de la militancia. La rubia había llegado desde Paraguay, en un viaje extrañísimo, con un contingente de hippies hambrientos, que ahora ya estaban diseminados en los pueblos fronterizos.
Pablo había tenido una historia con la rubia. A él le gustaban las viejas. Pablo decía que las mujeres grandes tenían más experiencia en la cama. Yo era muy chico y en ese tiempo no había estado con nadie. La mujer le había contado la historia completa. A Pablo le gustaba tanto que cada vez que se veían le pedía que la repitiera. Pablo la sabia de memoria.
Mientras esperábamos, me dijo que la rubia hablaba de su abuela como si estuviera viva. Había una cosa contradictoria en la manía narrativa de la rubia. Parecía que la odiaba y que algo le gustaba de todo eso. Le había dicho que su abuela era una mujer alta, de mucho carácter, que tenía el pelo negro, que solía caminar por las noches para recibir el aire fresco y oscuro. Era la hermana débil del gran filósofo. Además de su locura, compartía con el hermano la pasión por la cita, había dicho la mujer. Quizás ese fervor la llevó años después a convertirse en archivista: investigadora de documentos mínimos, conservadora fanática. En una fiesta aristocrática en la ciudad de Weimar conoció a Bernhard Förster, un maestro joven y antisemita, con quien se casó al año siguiente. Nietzsche desestimó la boda y rompió relaciones al estar en completo desacuerdo con las ideas de su cuñado.
Pablo se frenó y dijo que eso era pura fabulación, que la rubia quería despegarlo al viejo de esa historia miserable y que cada vez que podía decía que su tío abuelo era defensor de los judíos. Pero el viejo, dijo Pablo, el viejo Nietzsche era un antisemita radical.
Por eso enloqueció, aventuré, por las pasiones encontradas, por el delirio de su hermana. Pablo lanzó una carcajada larga. El mozo vino para ver si pasaba algo. Y entonces Pablo se calló para evitar líos. Después siguió con la historia de la mujer. Era la única forma que tenia de hacer que me quedara. No porque no pudiera acompañarlo sino porque a mí no me interesaba que me metieran en una marcha contra el avance del neoliberalismo.
Sin avisos previos, Elisabeth y Bernhard viajaron a San Bernardino, Paraguay, y fundaron una pequeña colonia de alemanes, la semilla de la Nueva Germania, un delirio, había dicho la mujer, una sede minúscula y anticipatoria de la que saldría el germen del país futuro: el sueño del país ario. Elisabeth y su esposo vivieron años en el pueblo costero, y llevaron familias completas a esa zona con la idea de preservar la raza.
Tenían la colonia polvorienta y hermosa como un tesoro, y con eso tenían todo. Eran dueños del pasado y también del porvenir de una nación. Ella lamentaba que su hermano no hubiera podido ver con claridad. Él, el filósofo que sobrevolaba la historia como el mejor búho, no había podido ver desde la altura la semilla que alimentaba la felicidad verdadera: un pueblo sin mezcla, sin judíos, sin pordioseros, sin estúpidos liberales, sin marxistas.
El grupo inicial, dijo Pablo, conformaba una especie de Ku klux klan vanguardista, un antecedente de los grupos xenófobos del siglo pasado. Por eso es raro que la rubia se haya alejado de los estertores del pasado, dijo. ¿Te imaginas una mina que sabe de su pasado y se tira para el otro lado?
Lanzó la pregunta y se quedó callado, esperando que yo dijera algo. Pero no dije nada, me quedé inmóvil. La verdad sea dicha, no le creía. Me parecía que la rubia era cualquier cosa, una mina que él había conocido una de esas noches largas en las que terminaba en la terminal de ómnibus tirado al lado de Exequiel, su amigo judío.
¿No me vas a dejar que me vaya, no?, le dije. Y Pablo volvió a reírse. Esta vez lo hizo con más calma.
¿Por qué no viene?, se preguntó en voz alta.
¿La mujer?
Como si quisiera atenuar la espera, continuó.
Mientras la hermana bregaba por la colonia purista y utópica, el viejo Nietzsche ingresó en una zona de delirios que lo llevaron a ser considerado un enfermo mental.
¿Ves?, dije.
Pablo ni siquiera se detuvo en considerar mi hipótesis.
Lo único que le importaba a la vieja era el futuro de la raza. Allí bautizaban a los bebés que serían la forma más pura de la especie. Allí criaron animales e hicieron experimentos que se anticipaban al doctor de la muerte. Allí, una tarde, me dijo la rubia, la abuela escuchó la música del gran Wagner con el mugido único de las vacas, con el rumor del agua, con el silencio único de la noche paraguaya. ¿Quién puede querer algo más?, se preguntaba la vieja. ¿Quién puede odiar el sonido prístino de la noche americana? Sólo los lujuriosos del dinero, los americanos que cultivan el verde billete lujurioso y los animales que no tienen cerebro. Nietzsche murió a los pocos años. La vieja regresó a Alemania y se ocupó de ordenar los fragmentos póstumos del filósofo en un libro que bautizó como La voluntad de poder. La vieja organizó los restos con un afán propagandístico. Quería que el filósofo fuera el teórico de la nueva Nación Germania.
Esto se va poniendo denso, dije. ¿A vos te parece que demore tanto? Yo me tengo que ir.
Es un contacto clave, dijo Pablo, y se rozó la camisa. Ella trae una “cosa”, hizo el gesto de las comillas, una cosa fundamental para el partido.
No quise preguntar. Si le preguntaba, estaría demostrándole un interés que no tenía. Y eso era lo que menos quería. Lo dejé seguir.
La vieja había asesinado a su esposo. Y había huido con deudas y con la amargura del fracaso en la garganta. Pero ella tenía que volver a San Bernardino. Su madre y su hermano, pusilánimes, habían muerto, y esa era la oportunidad para volver a Paraguay. Cuando ya estaba instalada, se reunió furtivamente con el Führer y le contó que tenía una casa en Paraguay y la ofreció como un exvoto. El Führer la miró agradecido. A decir verdad, los ojos del maldito hijo de puta se encendieron como dos llamas. La vieja pensó que podía conquistar al viejo hijo de mil puta. Pensó que al viejo hijo de puta le había gustado su reducto del bosque. Y no solo eso. Ella supuso que la quería como un posible refugio. El Führer lo sabía. El viejo lo supo desde el principio. Una noche fría y blanca, ella le contó un secreto sobre su hermano. Le dijo que Friedrich admiraba las óperas de Wagner y que la pelea que habían tenido era solo una cuestión de vanidad personal. Nietzsche no soportaba que alguien que no fuera él fuese más famoso en Alemania.
En el fondo, tengo que decírtelo, dijo Pablo, tu admirado filósofo bigotudo, era un antisemita.
Yo me negué y quise pararme. Pablo me agarró la mano y me dijo, Fabián, por favor, esperá.
Esa noche, dijo la rubia, Hitler esbozó una sonrisa simpática y le besó la mano. Dos años después, la vieja enfermó. Vivía sola. Una antigua empleada la visitaba y la cuidaba en los últimos meses. En la madrugada de un día soleado, frente a la ventana que daba a la calle, murió con la esvástica entre los dedos lánguidos.
No vi que una rubia hermosa, divina, mayor, doblaba en la esquina. Sólo escuché que decía, anticipándose a Pablo, como si hubiera escuchado toda la historia: en el funeral el Führer dio un discurso corto. Se emocionó cuando mencionó el lazo que unía a mi abuela con mi tío abuelo.
Ya a mi lado, mientras rozaba con los ojos mi cara llena de sorpresa, agregó:
Por eso milito. La política sirve para borrar el pasado.