Entiendo que no es oportuno comenzar por un lamento, pero soy un lector que tiende a la melancolía; permítanme entonces compartir con ustedes la primera impresión que tuve hace unos días, al terminar la lectura de El exceso y cerrar el ejemplar: la impresión de que hubiera sido una pena que esta novela no se reeditara, porque eso habría impedido que nuevos lectores se encontraran con ella.
Sin que de ningún modo sea una novela rara tiene, sin embargo, algunas rarezas que, si no me equivoco, son frecuentes en una primera novela, como es el caso de El exceso; son ocurrencias que después se desestiman, se dejan a un lado cuando se escribe la segunda, para pisar más seguro en el género; o al revés, que después se repiten, para aprovecharse de algo que una vez salió bien.
El exceso se compone de 5 partes -cada una concentrada en un personaje: El ministro, El custodio, El chico, La mujer, El híbrido-, pero tres de esas partes están narradas por alguien omnisciente, con verbos y pronombres en tercera persona por alguien omnisciente, mientras que en las otras sus protagonistas son los narradores.
Dos de las partes están narradas a través de verbos en tiempo presente; en las otras tres, en cambio, los hechos se narran con verbos en tiempos del pasado: “miraba”, “había mirado”, “miró”.
Las partes cuentan hechos que suceden en tiempos distintos y de extensiones diferentes -pueden desarrollarse a lo largo de años, de meses o de la mañana a la noche de un único día, el 23 de enero de 2001, por ejemplo-; sin embargo, todos esos tiempos refieren a una misma época, lo que da a la historia un efecto de unidad, cerrada sobre sí misma.
Cada parte se concentra en un personaje distinto -un ministro del gobierno de la provincia de Buenos Aires, su custodio personal, la mujer que hace el trabajo de limpieza y cocina en la casa del ministro, su hijo varón y el novio de su hija mujer- aunque ninguno de ellos es, estrictamente, protagonista, sino efecto de un tiempo que coincide con un fenómeno que se corresponde con un período que podríamos llamar político, aunque necesariamente también fue económico, social, cultural: el de la aplicación del programa neoliberal entre 1989 y 2001, con la particularidad de que ese programa se aplicara, ya no mediante una dictadura militar, sino legitimado por una mayoría de los ciudadanos y ciudadanas habilitados para votar.
En palabras de Borges, esas cosas, “ahora, son como si no hubieran sido”.
Ninguno de estos personajes se corresponde con aquellas personas que los antiguos historiadores convertían en protagonistas de la Historia; cada uno, a su manera, es insignificante y eso mismo los acerca a nosotros, también insignificantes; como nosotros, también ellos, cautivos bajo la sensación de que hacen, mientras que en realidad son hechos por determinaciones que ignoran y padecen.
Creo que esa condición de los personajes explica mejor que nada el funcionamiento del neoliberalismo, el drástico abandono de las personas a situaciones que, si bien son cuidadosamente premeditadas por otros -unos pocos otros- la enormísima mayoría de los sujetos vive como fatalidades inmodificables. No sólo las víctimas más evidentes creen en esa fatalidad; también los victimarios que se encuentran en los estratos más bajos del poder creen que sus actos son parte de un designio del tiempo que les ha tocado en suerte, y del que es mejor aprovecharse.
El registro puntual, individual de lo que les ocurre a los personajes -Augusto y Leandro Valle, Horacio Hermida, Héctor Leguizamón y Elena- se corresponde con otro registro, amplio, social, compuesto por 14 breves ensayos de un narrador que, en drástico tiempo presente, señalan fenómenos de ese tiempo en el que viven los personajes, en un arco que se tiende entre la proliferación de los negocios dedicados a los juegos de azar por dinero, y el vallado metálico con custodia policial de la Plaza de Mayo.
También podría pensarse que esos fenómenos, por referirse a novedades distintivas de un tiempo, de un período, ahora, son como si nunca hubieran sido.
Sin embargo, los lectores y las lecturas que se encuentren con El exceso no pensarán eso, sino que verán los trazos gruesos, por inaugurales, novedosos, de fenómenos cuyas maneras actuales son más refinadas y, por eso mismo, más perversas. Ocurre que aquellos fenómenos se han normalizado, y tanto, que en lugar de rechazarlos se los desea, se ve en ellos una esperanza, una ilusión.
Releo lo escrito y veo que, sin remedio, recaigo en un lamento que no se corresponde con la experiencia de mi lectura de la novela de Scott que, al contrario, se sostuvo en el entusiasmo del principio al fin.
Creo que ese entusiasmo fue efecto del estricto valor estético de la novela; de sus rarezas, decía al comienzo, que alumbradas por estrellas como las de las obras de, por ejemplo, Antonio Di Benedetto, Juan José Saer o Gustavo Ferreyra, han hecho de la escritura de ficciones un camino hacia la verdad.
Será lo mejor que mi lamento inicial tome ahora la forma de la alegría para celebrar que El exceso, ahora reeditada, pueda llegar a las manos primero, y después al corazón, de cada uno y cada una de ustedes.
Libros del Pasaje, Thames 1762.
Miércoles 16 de agosto de 2023.