Muchos se inclinarían a decir que este hotel a medio desmantelar es un hotel cualquiera. Que este puerto con aliento a café, a naranjas, a fermentación incesante, es un puerto cualquiera. Que esta mujer no es sino una mujer cualquiera. Así hablan el cansancio, la costumbre, la muerte pesando en las horas. Sin embargo, no existen otras dársenas en ninguna costa del planeta con el mismo olor o con la misma luz de esas dársenas a pasos de este hotel. Las dársenas ahora quietas donde espera el Arriero con las grandes bocas de sus bodegas abiertas. Ni existe hotel cuyo piso cruja como lo hacen estas maderas bajo sus pasos descalzos y nerviosos. Ni hay perfume comparable al que exhala, igual de blanca a una playa de arena blanca, la piel de esta mujer al arrancarse, como una flor que ofrendara sus pétalos, el vestido rosa. Esta mujer que ahora se estira sobre la cama. Esta mujer que guardó con un gesto antiguo el dinero arrugado y mugriento y pegajoso, esta mujer con bastantes menos años que él, pero con infinitas noches más. Ha hablado con una lengua hecha de grandes concesiones y mínimas, capciosas rebeldías. Ha hablado esta mujer. Con una voz de la cual sería difícil decir si es grave o aguda ha hablado. Y le pregunta. Y él se queda a mitad de un gesto. Debiera, tal vez, saber la respuesta. ¿Acaso no viene él desde el otro lado del horizonte? Pero se demora. Rompe el ritmo. Y la mujer con piel de arena blanca y ojos de agua quieta entrecierra los párpados. Tal vez sonríe, tal vez suplica. Pero él no corre hacia esa playa que se ofrece. Va sentándose, muy lentamente va sentándose, como si temiera molestarla, se va dejando caer sobre el filo de la cama, luego clava sus codos en sus piernas, luego apoya en sus manos su cara. Como si sostuviera todo el peso del mundo. Y se pregunta por eso que ella le ha preguntado. Acaso como una parte secundaria de la ceremonia. Acaso al azar. ¿Pero cuánto de azar cabe en estas ceremonias de la necesidad? Parece que ya durmiera la mujer. Su pregunta dura en la penumbra espesa de la habitación. Es un soplo atrapado entre farallones. Eco de cosas que no se dicen, pero acechan, disfrazadas de silencio, en el estruendo opaco de los días. Él se calla. Intenta pensar. Vino acá porque es demasiado joven para no hacer lo mismo que toda la tripulación. Hubo otras mujeres, antes, en otros puertos. No preguntaron. Ésa es la diferencia. Toda la diferencia. Le cuesta imaginar a los demás, imaginar a quienes, hasta hace un rato, reían cerca de él, entre humos, en la penumbra colorida y ruidosa y susurrante del Mindanao, le cuesta imaginarlos sentados junto al cuerpo desnudo de la esfinge. A ellos no les importa entender, quieren usar. Para eso pagan (si es que no usan para pagar). Él sigue pensando. Intenta descifrar. Definir. Lo primero que se encuentra es la aspereza de las palabras. Que son piedras en el gran viento. Que son aire naufragado. Que son ruido. Que son qué.
Cuaderno de dibujo de las mareas.
Reloj de niebla.
Trazo que salta y conmueve los mapas.
Bestia sonámbula que se alimenta de inminencia.
Susurros del sol, sombra del viento.
Donde una boca de sed se besa con un filo de agua.
Donde el horizonte cede al encanto de las curvas.
Donde el agua es memoria que corroe.
Donde las odiseas de las olas desafían el laconismo de la roca.
Promesas que la distancia le hace a la espera.
Resaca de imperios y el comentario eterno de la espuma.
Todo eso podría contestarse. Aunque no hubiera, jamás, una respuesta final. Pero tendría que volverse otro. Convertirse para decir. Y se calla.
Ahora se ve entera la miseria de estas paredes. La luz habla de horas sucedidas. La oscuridad, más que recuerdo, es consuelo, esa poca oscuridad de los rincones, pero no acalla la amenaza. Otro día viene. Él sigue ahí, al filo. Sigue con los ojos cerrados la mujer, su respiración acompasada a las mínimas olas que vienen a morir a metros de esta precisa habitación de hotel, en este puerto, único entre los puertos de los siete mares, que son uno. Trepida la ventana con ilusión de terremoto. Un murciélago enfermo lanza contra las maderas resecas, una y otra vez, su obstinación ciega. Cada uno de los tres, mujer, murciélago, hombre, está a solas en el espacio, pero está, sobre todo, extraviado en el tiempo. Algo de eso empieza, tal vez, a entender él. A deshoras. En esta habitación de este hotel de este puerto. Más allá resplandece el mar. Su color siempre en fuga incendia las respuestas, enciende lo que toda lengua, por fuerza, calla.