Esa noche pensé en darle un vistazo a las primeras páginas, sólo para curiosear y luego ubicarla en la pila de pendientes. Leí el primer párrafo y ya no pude parar: “Estoy muerta, se dijo Makina cuando todas las cosas respingaron: un hombre cruzaba la calle a bastón, de súbito un quejido seco atravesó el asfalto, el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta y el suelo se abrió bajo sus pies: se tragó al hombre, y con él un auto y un perro, todo el oxígeno a su alrededor y hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muerta, se dijo Makina, y apenas lo había dicho su cuerpo entero comenzó a resistir la sentencia y batió los pies desesperadamente hacia atrás, cada paso a un pie del deslave, hasta que el precipicio se definió en un círculo de perfección y Makina quedó a salvo. Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano”.
Como en un big bang, estaba todo ahí: terror contenido, musicalidad, monólogo, palabras que destellan como si uno las leyera por primera vez, imágenes que son verdaderos hallazgos, todo imbricado en un solo párrafo memorable: “las cosas respingaron”, “un quejido seco atravesó el asfalto”, “el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta”, “ciudad ladina, siempre a punto de reinstalarse en el sótano”. Como todos, debo haber leído y escuchado cientos de descripciones de terremotos, pero jamás algo así. Desde entonces, leo terremoto y pienso en la prosa de Yuri Herrera.
Terminé la novela fascinado y Señales pasó a ser un libro al que vuelvo una y otra vez. Allí está, cómo no, la presencia tutelar de Juan Rulfo, en los temas y en la musicalidad, en la ternura que despiertan los personajes y en la desolación del paisaje. Pero Rulfo es de andar pausado y de tono más sereno, en cambio el estilo de Herrera es de vértigo, y en eso se emparenta más con aquellas novelas breves (las tres que publicó Yuri Herrera –Trabajos del reino, Señales que precederán al fin del mundo y La transmigración de los cuerpos– lo son) que dejaron los autores del boom y que, aunque perfectas, quedaron quizás –e injustamente– un tanto relegadas por sus novelas más extensas y famosas. Me refiero a El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar y, sobre todo, Los cachorros, de Mario Vargas Llosa.
Partiendo de la oralidad mexicana contemporánea y de las mixturas fronterizas y con un oído muy fino para captar los matices del habla, la prosa de Herrera se desboca y hace trizas las convenciones sintácticas, las palabras se salen de cauce, dicen más de lo que el diccionario les permite, el toque del autor las transforma y les da nueva vida en un todo indivisible de diálogos, descripción y acción dramática.
Al releer lo que acabo de decir, temo que se confunda al escritor mexicano con un cultor de la forma pura. Lejos de eso, y ahí está precisamente la grandeza de su arte, sus recursos estilísticos no entorpecen ni se anteponen jamás al relato, que sigue ahí, bien al frente y nítido. Sus herramientas y técnicas están al servicio de lo que se cuenta, no hechas por la innovación en sí ni por puro alarde de habilidad.
En la nota que cité al comienzo, Fogwill decía: “No es frecuente que un escritor tenga una buena formación, sin deformaciones académicas. Porque generalmente el tipo que tiene buena formación ya está en la moda posestructuralista, posmoderna o neo no sé qué cosa”. Con Yuri Herrera eso no pasa.
Hay libros que nos fascinan, que nos descolocan, libros que nos confunden, que nos hacen replantear lo que pensábamos del mundo o de cómo se deben escribir los libros, libros que nos dan envidia, que quisiéramos haber escrito nosotros. Hay libros que cada tanto releemos, libros que subrayamos con lápiz y con tinta, libros que terminamos sabiendo de memoria. Hay libros que nos bloquean, libros que al leerlos nos dan ganas de escribir, que nos hacen fantasear con que quizás nosotros también podríamos intentarlo y, al mismo tiempo, que sería inútil ese intento. No son muchos esos libros, son más bien raros, uno o dos, no más, pero cuando llegan es como un deslumbramiento. A veces parece que llegaron tarde, pero también solemos sentir que el azar, ese del que tanto habló Borges, nos los deparó justo a tiempo. Hay libros que nos llevan a querer leer todo de ese autor, a rastrear sus libros inhallables y discontinuados en librerías de saldo y en Internet. Rara vez todo esto se da con un mismo libro. A mí, no exagero (o sí, pero qué fan no es exagerado), me pasó con Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera.