Como no podemos ignorar el fondo irracional que gobierna nuestros actos y buena parte de nuestro pensamiento, la idea es tratar de incluirlo en algún proceso más o menos controlado, ya que desconocerlo puede generar desastres. La literatura, la música y el arte en general son quizá los medios más adecuados para esto, y en todo caso sería deseable evitar que los medios fueran la política, la publicidad y la ciencia. Otra opción posible es la religión, pero tiene el problema de no ser optativa. E. R. Dodds usa una metáfora en su libro sobre los griegos: tratar de entender al caballo que nos lleva en lugar de hacer de cuenta que no hay ningún caballo. La literatura sería el jinete. De todos modos, se podría decir que la literatura siempre hace esto, así que la diferencia estaría en el caballo: puede ser un caballo brioso, un caballo viejo, un caballo prestado, uno adormecido. Y si el jinete quiere creer que no hay caballo, también puede, aunque va a estar cabalgando igual y el caballo lo va a llevar adonde tenga ganas mientras el jinete piensa que está caminando. Es peligroso. Sobre todo si el caballo enloquece o si el camino es muy irregular. Aunque lo más probable, si el jinete actúa como si no hubiera caballo, es que el caballo no se mueva y no lo lleve a ningún lado. Entonces la pregunta sería: ¿cuál es el caballo que nos toca? No se sabe, hay que tratar de ir conociéndolo. El proceso es individual y social a la vez. Y lo mismo el caballo: es único y nuestro y a la vez es de todos. Pero no es tan claro, porque también se podría decir que el caballo se va materializando a medida que cabalgamos. En ese caso, lo mejor será cabalgar con pasión para que el caballo no nos quede transparente o sin huesos. Y ahora se me ocurre que en verdad el caballo nunca se hace visible del todo, sino que por momentos vamos descubriendo partes y esas partes enseguida se borran cuando aparecen otras. La cuestión, quizá, es el compromiso con la visibilización del caballo. Esa es la literatura comprometida y la que me interesa: la literatura comprometida con la visibilización del caballo.
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Me fue revelado lo siguiente: el mundo en el que vivimos es uno más de una serie de mundos por los que ya pasamos y vamos a pasar; la serie no es infinita pero sí muy extensa, de lo que se deduce que la serie tiene un principio y un final, aunque nada de las características de este principio y este final me fue revelado; pero lo más importante es lo siguiente: el lugar que ocupamos en el mundo en el que vivimos depende del lugar que todavía ocupamos en los mundos por los que ya pasamos, es decir, de si somos recordados o no y de cómo somos recordados, en cuántos mundos, por cuánta gente, con qué nivel de precisión, etc. El conocimiento intuitivo de esta verdad es lo que explica el interés y preocupación de todas las sociedades de todas las épocas por los ancestros y su recuerdo, pero también por la fama, los monumentos, la memoria de los muertos, la sepultura digna y/o vistosa, las pirámides, las fotos y retratos, las máscaras de cera de antepasados, etc. Se trata de una preocupación doble: del individuo vivo, por lo que dejará en el mundo antes de abandonarlo, y de los otros, por lo que pueden ayudar con su recuerdo al ser querido que pasó a otro mundo (en este sentido, la metáfora “pasar a otro mundo” es literal). El sistema que auxilia o dificulta nuestra vida presente, así, es dinámico, ya que el recuerdo que existe de nuestro paso por otros mundos es dinámico: podemos ser más o menos recordados en distintos momentos. Si tres mundos atrás fuimos, por ejemplo, escultores o escritores o científicos o políticos, nuestras obras pueden ser recordadas con mayor o menor intensidad en distintos momentos de la historia de ese mundo, y esto con interrupciones. Pero si, como suele ser habitual, en un mundo fuimos un padre de familia querido u odiado, en el siguiente un cura respetable y en el siguiente un joven que murió en un accidente o en una guerra, ese recuerdo podrá darnos alguna energía inicial pero se irá desvaneciendo a medida que vivimos. En general, en algunos mundos no somos recordados por nadie, en otros por nuestras familias –hijos, nietos, bisnietos– y en otros por un grupo más o menos grande de gente. En todo caso, no sólo vamos acumulando un pasado que va cambiando permanentemente sino que lo que hacemos en este mundo influirá en lo que seremos en el próximo; de hecho, la influencia es mayor mientras más cercano sea al nuestro el mundo que nos recuerda, lo que significa que uno no puede confiar demasiado en los éxitos conseguidos varios mundos atrás. Así, por ejemplo, Borges o Einstein probablemente sean en este momento dos jóvenes muy afortunados en el mundo que nos sigue; Goethe o Pushkin, sólo un par de mundos adelante, también deben estar recibiendo alguna ventaja desde acá, lo mismo que Kleist o Voltaire; Shakespeare, en cambio, ya varios mundos avanzado, debe estar recibiendo una energía lejana y suave desde este mundo, y su fortuna dependerá sobre todo de lo que hizo en los mundos existentes entre este y el suyo, aunque el hecho de ser de los pocos recibiendo energía tan lejana supondrá seguramente una ventaja –un halo de extrañeza, algo especial–. Lo mismo, pero peor, debe ocurrir con Dante o Descartes, y eso por no hablar de Platón o Jenofonte, quienes de todos modos podrían –no tengo ninguna claridad sobre esto– haber ya completado el recorrido. Pero el hecho es de tal manera que la misma lectura de los nombres presentes en este texto transmite algo hacia las vidas de adelante, y si el nombre es un poco menos popular que los mencionados, como, por ejemplo, el de Pablo Palacio o el de Lorenzo García Vega, ese efecto será más notable. A la vez, como casi todas las personas son recordadas apenas mueren, casi todos los bebés nacen con alguna energía inicial que puede durar algunos años. Pero, evidentemente, si el recuerdo es negativo el efecto será negativo. Todo esto explica las numerosas luchas políticas de reivindicación o rechazo de próceres o personajes históricos; mientras el debate se decide, fluirán energías negativas y positivas. Esta revelación me fue dada con el nombre de “Caballo de bosta”, lo que probablemente quiere decir que somos un caballo que se forma con lo mismo que el caballo deja atrás.
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Luego de años de experimentos, llegué, por error y por azar, a la máquina que buscaba. Llegar así me molestó un poco, pero a la vez me convencí diciéndome que de todos modos el resultado era fruto de mi búsqueda, y que no saber bien cómo funcionaba, además de poder resolverse, no era un problema, porque finalmente lo importante era que funcionara. Además, comprobé pronto que si seguía los pasos de mi error, llegaba nuevamente a la máquina, de modo que podía reproducirla, venderla, etc. Eso hice, y al poco tiempo no sólo mi máquina se hizo muy popular sino que también yo mismo me convertí en un científico de moda. Esto se tradujo en viajes, dinero y placeres. Estuve así varios años mintiendo sobre lo que no sabía con el truco de afirmar que se trataba de un secreto. Fue una de las claves de mi popularidad. De todos modos, finalmente no pude evitarlo y me sentí un farsante, así que me decidí a averiguar del modo que fuera cómo funcionaba mi máquina. Probé primero con el método racional, pero no funcionó. Luego, traté de averiguarlo mediante el azar, pero tampoco tuve éxito. Así que no me quedó otra opción que optar por un ensayo destructivo: destruir la máquina prolijamente, diseccionarla, etc. Esto, que suena sencillo, era de lo más difícil: las dos toneladas de acero fundido cerraban herméticamente una fuente misteriosa de calor que llegaba a los dos mil grados centígrados. Además, ya había adivinado que el combustible, cuando entraba, no tomaba el camino que yo suponía, y también que las materias primas que ingresaban salían como salían gracias a un proceso que sólo podía conocerse si se lo veía en acción. No me quedaba alternativa. Con equipos costosísimos, hice primero una pequeña ventana en la parte superior de la máquina, pero, más allá de un par de luces coloridas, no pude ver nada. Así que opté por un corte longitudinal, pero cuando empecé a hacerlo, la máquina se detuvo y todo el interior se endureció, de modo que lo que único que obtuve fue una imagen de una extrañeza que me asustó: los materiales derretidos formaban figuras humanas. Excitadísimo, y consciente del peligro, volví a prender la máquina tal como estaba, y ahí fue que ocurrió una cosa horrible, lo mismo que pasaría si un médico, ansioso por ver un cuerpo humano funcionando, cortara a una persona viva por la mitad transversalmente y luego, de alguna manera, lograra darles vida a esas mitades.
Pablo Katchadjian, El caballo y el gaucho, Buenos Aires, Blatt&Ríos, 2016.