Alfombras
Pasaron años, y sin embargo no lo olvido. Esa mañana, papá me dijo:
–Hoy vamos a ir a la casa del tío Felipe, porque tiene una alfombra nueva.
Yo me estremecí. Nunca me gustaron sus alfombras.
El tío Felipe, una o dos veces por año, iba a la selva y cazaba animales. Luego colgaba las cabezas de los animales en la pared del living, o usaba las pieles para hacer alfombras. Cada vez que volvía de la selva, el tío Felipe organizaba una fiesta; asaba venados y bebía champaña, y toda la familia estaba invitada, y debíamos ir y decir lo mucho que nos gustaba el nuevo puma apachurrado bajo la mesa ratona o la nueva cabeza de jirafa colgada encima de la chimenea. Y a mí, que nunca me gustaron los asesinatos, me repugnaba tanto cadáver disecado.
Llegamos al mediodía, justo cuando el venado de la parrilla empezaba a largar olor a carne chamuscada. El tío Felipe vino hacia nosotros gritando y gesticulando mucho, y empezó a repartir copas y a contar anécdotas aburridas o terribles sobre su última estadía en la selva.
–¡Vamos a ver la alfombra! –exclamó cuando vio que mamá empezaba a quedarse dormida, y nos llevó al living. Un león más grande que los de mi imaginación alfombraba el suelo. El tío Felipe se hinchó de orgullo, aceptó la felicitación de papá, fingió no ver la cara de asco de mamá, y me preguntó si me gustaba. Yo dije que más o menos; lo que no dije fue que el león parpadeó, y no lo dije por dos motivos: uno, porque no iban a creerme, y dos, porque si me creían, mi tío agarraría la escopeta y se aseguraría de que el león no volviera a parpadear. Pedí permiso para quedarme en el living mientras los grandes comían venado en el patio; que no, no tengo hambre, y así pude quedarme ahí, sentada en el suelo, al lado de la nueva alfombra.
–Ey –le dije al león apenas nos quedamos solos.
El león abrió los ojos y me miró. Luego se paró y se sacudió, como hacen los perros cuando se despiertan.
Abrí de par en par los faraónicos ventanales del living; el león se acercó a ellos y miró hacia afuera.
–No vas a poder salir, mi tío está en el patio –le dije, mientras trataba de idear un plan para liberarlo sin que mi tío lo notara; entiendan: yo era una niña.
Pero el león debía saber algo que yo ignoraba, porque me lamió la cara y salió volando por el ventanal hacia el cielo inalcanzable, y lo hizo frente a la mirada asombrada de mi tío, que nunca había sospechado que el león, además de león, era alfombra voladora.
Flores
De pronto, el aire se llenó con el olor de las flores del árbol que mi abuela tenía en el fondo de su casa. Lo reconocí al instante; era un olor con textura de brea, pesado, que se sentía con la garganta más que con la nariz.
En aquellos veranos, cuando mi abuela vivía y nosotros nos quedábamos a cenar en su casa, el olor de las flores del árbol del fondo llegaba hasta el comedor y nos impedía comer en paz. Demasiado intenso para resultar agradable. Hasta mi abuela, que nunca se quejaba, protestaba por la invasión. Y yo no había sentido ese olor desde que mi abuela murió y tuvimos que vender la casa; yo había olvidado ese olor, esas flores casi insoportables.
–¿Sentís? –me preguntó mi hermano, y entonces me asusté.
Si sólo yo olía las flores, cabía la posibilidad de que se tratara de un truco de mi imaginación, que siempre se caracterizó por no padecer el vértigo de las alturas extraordinarias; pero si mi hermano también las sentía, significaba que el olor de las flores de la casa remota de mi abuela muerta era algo real. Real y aquí, en mi casa, donde el olor –por una cuestión de tiempo y espacio- no tenía lógica, a menos que se tratara de una lógica que escapaba a mi entendimiento; tampoco voy a cometer la vanidad de creer que comprendo todo.
Mi hermano y yo salimos a la calle para tratar de localizar el punto de partida del olor de aquellas flores. No intentamos tirarle el salvavidas de la excusa a nuestra racionalidad: será un perfume similar, nos habrá parecido pero no. Mi abuela decía que todos los sentidos pueden ser estafados, excepto el olfato; eso que olíamos, entonces, era el olor de las flores que ya no estaban y que nunca estuvieron ahí. De más está decir que no encontramos nada, el olor era omnipresente y, como antaño, casi tangible.
De a poco nos fuimos acostumbrando. Mi hermano y yo seguíamos con nuestras vidas, y el olor nos molestaba cada vez menos. No es que hubiera menguado su poder sino que nos habíamos acostumbrado a él. No hay narcótico más eficaz que la costumbre.
Un día de esos, entré a la pieza de mi hermano a buscar las llaves del auto. Yo no entraba en su pieza desde la muerte de mi abuela: mi hermano insistía en guardar la caja con sus cenizas en la mesa de luz, y eso era algo que yo no podía aguantar. No podía ver la caja, no podía concebirla hecha cenizas. Mi temeraria imaginación tenía su talón de Aquiles. Ese día, sin embargo, no esperé a que llegara mi hermano para pedirle las llaves. Ese día entré. Las llaves estaban en la mesa de luz, al lado de la caja. Respiré hondo, respiré hondo de verdad, y el olor de las flores –que nunca se había ido- volvió con toda su potencia, volvió a mi garganta, se hizo bola de llanto y estalló, fuerte y poderoso como había entrado. Miré la caja de cenizas, la miré fijo por primera vez en mi vida y sentí que ahí –ahí- no había nadie.
Piso de madera
Nadie sabía por qué el hombre se negaba a vender la propiedad. El tipo estaba viejo y miserable, y la propiedad era un desperdicio de espacio, una casona inmensa y tapiada, nido de inmundicias y basurero obligado por la falta de consideración vecinal. Ni siquiera tenía perfil de mansión embrujada; las mansiones embrujadas tienen un no sé qué romántico aunque estén cubiertas de yuyos y corrosión. Este lugar era, simplemente, un viejo almacén deprimente e inutilizado, cerrado con un muro de cemento y terquedad que había levantado el viejo para que nadie pudiera salirse con la suya.
Había mucho dinero para el viejo. La propiedad valía fortunas incluso en ese estado de putrefacción arquitectónica. Pero el hombre decía que no, cabezón, testarudo, encerrado bajo siete llaves en su actitud de cosa imposible. Trataba con grosería a los vecinos que intentaban convencerlo e ignoraba a las ratas que se paseaban por los resquicios del cemento.
Veinte años atrás, el lugar era el único almacén del barrio en un barrio de gente de barrio. Los mercados chinos eran cosa de un futuro no imaginado. Los vecinos compraban en el negocio del viejo no por simpatía sino por una monárquica carencia de opciones: era comprar en el almacén del viejo o comprar en algún remoto supermercado, de esos en cadena, que están bien para una eventual compra mensual pero no para la doña diaria que necesita un paquete de arroz y un litro de aceite. Los vecinos fingían ignorar, por necesidad, el estado descuidado y hasta insalubre del ambiente (grasientos salamines apoyados en un paquete de manteca; un frasco de aceitunas destapado y acosado por moscas sedientas de salmuera; una lejana lamparita de escasos veinte voltios que pretendía iluminar pero que solo proyectaba sombras siniestras; un gato que se recostaba sobre los paquetes de azúcar mientras permanecía atento, por si de algún lugar salía un pitufo al cual cazar y así congraciarse con su amo), pero no podían evitar mirar con recelo el piso de madera.
El piso del almacén era de madera resquebrajada y podrida, y crujía cada vez que alguien pisaba, generando la espantosa sensación de que en cualquier momento todo se hundiría y en vez de almacén quedarían ruinas, y en vez de personas quedarían cadáveres. Si un cliente le preguntaba al viejo que cuándo pensaba arreglar el piso, que así era un peligro, que sólo debía sacar las maderas y poner otra cosa, que un día iba a ocurrir una desgracia, el viejo gruñía y no contestaba.
Poco a poco, el viejo se fue poniendo más viejo y más intratable, el almacén más fantasma y más vacío, y la carencia de opciones dejó de ser para darle lugar a los mercados chinos que ya no eran futuro sino inmediatez. El viejo cerró el almacén, levantó el muro de cemento y terquedad, y se volvió sordo ante las ofertas. Mucha gente sintió que, lejos de deprimirse o preocuparse por el fracaso de su comercio, el viejo, por primera vez en su vida, estaba tranquilo. No tenía que hablar con nadie, no tenía que levantarse temprano, no tenía que hacer nada más que pararse frente a la puerta de su propiedad y ahuyentar a personas y animales.
Pronto empezó a correr el rumor. El antiguo almacén funcionaba como tapadera. El antiguo almacén tenía una entrada secreta a través de la casa del viejo, que vivía al lado. El antiguo almacén era refugio de traficantes. En el antiguo almacén se almacenaba drogas y armas.
Quién comenzó el rumor es algo que tampoco se supo nunca, como pasa siempre. Los rumores no tienen comienzo. El tema fue que el rumor logró semejante tamaño, y logró hacer un ruido tan estridente, que la policía no tuvo más remedio que conseguir una orden judicial y entrar al almacén. El viejo siguió al comisario gritando que era un error, que lo dejaran en paz, que se iban a arrepentir. El comisario y media docena de oficiales entraron al almacén y notaron que el piso latía. Uno de los policías, aterrado, dijo algo sobre un corazón delator de un tal Poe, pero los demás no supieron de qué hablaba, y además estaban muy ocupados tratando de no mearse encima: el piso de madera latía. Todo el piso latía. El comisario, que tenía la obligación de ser hombre valiente, puso voz de hombre valiente y le ordenó al oficial Gómez que rompiera el piso de madera. El oficial Gómez apuntó con su arma al suelo y originó una balacera que destruyó piso, madera y latido. Y de ahí, de donde antes había piso, madera y latido, salió un inverosímil maremoto, y cientos de barcos perdidos, y miles de marineros desaparecidos. Y nadie supo nunca, tampoco, si el comisario y los oficiales supieron que el Triángulo de las Bermudas tenía su otro lado en el subsuelo del viejo almacén, porque así como apareció el maremoto y los barcos y los desaparecidos, así desaparecieron, otra vez y para siempre.
El joven aprendiz
El joven aprendiz de mago se secó el sudor de la frente con una mano igualmente sudada; era el día del examen final y las cosas venían difíciles. El maestro tenía fama de exigente, y el muchacho era de esas personas que se ponen nerviosas cuando alguien las mira fijo.
El examen consistía en el trillado truco del conejo y la galera. La mayoría de los alumnos lo había hecho relativamente bien, y sin embargo el maestro no premió a nadie con elogios refrescantes. El muchacho estaba al borde del desmayo.
Cuando llegó su turno, el joven aprendiz se acercó a la galera ubicada en el centro de la mesa, la golpeó tres veces con la varita de utilería, y dijo, trémulo, las palabras mágicas. Durante los primeros segundos no pasó nada. A continuación de la nada, el muchacho vio cómo una pata gris y enorme se abría paso desde el interior de la galera, seguida por una trompa extensa y ansiosa. Quince minutos le llevó al elefante salir en su totalidad y desplomarse, jadeante de cansancio y claustrofobia, sobre el suelo del aula.
El maestro miró con desdén al animal y con arrogancia al muchacho, y le preguntó:
–¿Acaso esto es un conejo?
El aprendiz musitó una disculpa y se atragantó con el cero que el maestro le puso como calificación. Luego anunció que renunciaba a la magia, como si eso fuera posible, y salió del salón.
El elefante lo siguió con prisa, temeroso de que algún deslunado volviera a meterlo en la galera y se viera obligado a pasar allí otros cincuenta años, hasta que de entre tanto ilusionista apareciera un mago de verdad y le concediera, sin fama ni gloria, la libertad.
Los bordes del mundo, Buenos Aires, Obloshka, 2019.