“Lo importante no es saber cuándo se pudrió, sino darse cuenta cuándo se está empezando a pudrir”.
La idea se le ocurre un mediodía sentada en un chiringuito de playa tropical fuera de temporada.
Su marido se fue al mar hace rato.
Piensa cómo pedir despreocupadamente una cuarta cerveza por la que en realidad está obsesionada.
El chiringuito está vacío, así que en la última hora y media la chica que cocina y atiende sólo ha dejado de mirar el televisor que cuelga de un travesaño demasiado alto por sus pedidos de cerveza; el resto del tiempo ha estado sentada en una mesa junto a la suya.
A la mitad de la segunda botella, ella le preguntó el nombre y empezó a tratarla confianzudamente; después de todo la chica no era más que una veintiañera.
Para cuando encuentra la manera de pedirle una cuarta botella (ése es un problema que en los últimos tiempos se lleva gran parte de su energía: “cómo seguir tomando sin que se note”, en alguna revista de una sala de espera de médico leyó que es un índice infalible de alcoholismo) hace rato que está sólo en malla —el jean húmedo es una de las cosas que más le molestan en la vida— y descansa las piernas sobre otra silla. Con Charo (ése resultó el nombre de la chica: “Charo”) están mirando una novela local. En realidad, no es una “novela” sino un unitario. Cada capítulo está inspirado en un refrán popular. Eso se lo explicó Charo contenta. Aunque no lo hizo ni con esas palabras ni con esa seguridad. El capítulo que están dando se titula “Lo que se hereda…”. “Ah”, completó ella con ese entusiasmo idiota que despierta en los turistas descubrir algo en común con su país: “Lo que se hereda no se hurta, ¿acá también se usa?”. Charo asintió varias veces. Después, frunciendo el ceño como una nena de cuatro años, soltó un vergonzoso “¿qué quiere decir eso?”.
Ese mar turquesa, el horizonte apenas salpicado de botes que prometen camarón fresco para la cena, dos surfers apolíneos que pasan por la orilla, ella está segura de que uno de los dos la relojeó con ganas, y también está segura de que él —sí: en esta historia hay un “él”, y no es el marido—, él, le diría “ni en pedo”, y esa idea le arranca una sonrisa que enseguida se convierte en ese frío en el estómago que quiere creer es por extrañarlo, pero que sabe no es otra cosa que la certeza de que esa historia no tiene otro futuro que irse enfriando hasta apagarse del todo.
Que se hayan cruzado con la vida tan resuelta como complicada, y el deseo un poco cascoteado (el de él, a fuerza de conquistas y trampas; el de ella por haberlo mantenido encerrado durante tantos años) no ha impedido que vivieran las horas juntos como se supone que lo hacen los chicos cuando descubren el amor: ella se creyó dispuesta a todo por esa piel, así con esa carga de novelita cursi; a él en el medio de un polvo se le escapó un “te amo” de principiante.
Pero no va a poder burlarse con él de tanta mentira acordada tácitamente: a la mañana consiguió señal de wifi en la recepción de un hostel y confirmó en las redes y en algún que otro portal de noticias que su mundo sigue y sigue cayéndose a pedazos. Ni siquiera van a tener tiempo de pelearse. El barco y los sueños de ella se hunden. Y es demasiado tarde para subirse a los de él.
Charo, tan risueña, haciéndola cómplice de cada chiste de la novela con una mirada o una sonrisa, la cuarta cerveza ya por la mitad, el marido que le señala una bandada de pelícanos que está pasando a pocos metros de su cabeza antes de dejarse arrastrar despreocupadamente por una ola, como si no supiera que el mundo empezó a caerse a pedazos y el barco se les hunde.
Otro fondo blanco, servirse de nuevo, tratar de hacer foco en el televisor. Otra risa de Charo. Los pelícanos, ahora rumbo al morro.
Ya no hay botes ni surfers. Y el marido debe haber salido hacia otra playa (caminar por la orilla buscando piedras, tan de su marido): ni él ni su remera rayada están a la vista.
Entonces una camioneta destartalada derrapa y frena justo frente al chiringuito.
Por entre la polvareda de conchilla, el conductor se asoma y grita algo en dirección a Charo. Suena como si en lugar de hablar, cantara, y para sorpresa de ella, la respuesta de Charo suena del mismo modo (en todos los intercambios verbales que tuvieron en estas últimas dos horas nunca necesitó pedirle que repitiera una frase, sin embargo, ahora la chica le resulta completamente ininteligible; lo que sí percibe es que parece menos relajada). El conductor y su acompañante bajan casi de un salto, y después caminan hacia una mesa como si tuvieran todo el tiempo del mundo, y la saludan con una inclinación de la cabeza que a ella le parece gentil. Por eso intenta responder con un “buenas” que suene alegre y despreocupado, pero lo único que logra emitir es un monosílabo confuso. Vuelve a la tele y en el reflejo de la pantalla los ve sentarse, y le parece que uno le mira las tetas y le da un codazo al otro. Pero piensa que debe ser idea de ella. O culpa del alcohol. Por eso se concentra en el televisor y con una sonrisa amplia trata de recuperar la complicidad de Charo que después de dejar una cerveza y dos vasos en la mesa de los hombres se está
sentando en la de al lado de ella de nuevo.
Charo se mira las manos y parece concentrarse en sacarse la mugre de los bordes de las uñas.
En la tele empieza una tanda.
Ella siente la mirada de los dos hombres en la nuca.
Cuando sigue la novela Charo alza la cabeza hacia el televisor, pero vuelve a mirarla rápido y de reojo al menos dos veces.
Entonces ella estira un brazo hacia la silla de la que cuelga su short.
Y Charo asiente.
Asiente.
Tan disimulada como enérgica.
Con un par de maniobras torpes ella se calza la prenda sin mostrar ni un milímetro más de su desnudez. Busca en la mochila su remera y se sienta encorvada sobre la mesa, como si así pudiera pasar desapercibida o al menos ser menos percibida. Charo vuelve a asentir, esta vez aliviada, y con un brillo en los ojos en los que ella reconoce una complicidad ancestral.
Los hombres terminan su cerveza. El acompañante busca en sus bolsillos y deja dos billetes bajo la botella vacía mientras el conductor pone en marcha la camioneta. Se despiden de Charo con un gesto seco.
Lo único que queda de ellos es otra polvareda de conchilla.
Ella le pide la cuenta a Charo. Paga, deja una propina bajo una botella, mientras piensa en lo ridículo de no haber redondeado la cuenta directamente, y camina hacia la orilla arrastrando los pies.
A lo lejos, cerca del acantilado que clausura la bahía, distingue la silueta de su marido agachado. Un segundo después también él la ve y la saluda alegremente con la mano.
“Lo importante no es saber cuándo se pudrió, sino darse cuenta cuándo se está empezando a pudrir”, escribe mentalmente. “Ojalá estuvieras acá”, es lo último que piensa antes de responder el gesto de su marido y apurar el paso.