Sobre la ciudad propia
Supongamos lo siguiente. Estoy en una ciudad que no conozco. Llegué la noche anterior y ahora, que es de mañana, la luz alumbra como si todo se mostrara por primera vez. Agarro un mapa y me aferro a él como a un salvavidas; todos los lugares parecen accesibles. Salgo a la calle y, tal cual ocurre siempre, la realidad se revela distinta. Creía que bastaba con obedecer el mapa. Aparecen obstáculos inesperados, en muchos casos irresolubles: muros interminables, calles elevadas, rampas de accesos y puentes, calzadas exclusivas para autos, avenidas impracticables a cada momento, y de distintas formas me impiden andar como esperaba. Podría dar un rodeo, pero corro el riesgo de perderme o, peor todavía, de caminar por calles indistintas hasta que el día termine. Veo entonces que el mapa puede ser inútil para indicarme el camino.
Ahora imagino una leve variante. Estoy en una ciudad que no conozco. Llegué la noche anterior y ahora, en la mañana, la luz alumbra como si todo se expusiera por primera vez. Agarro un mapa y creo que es la salvación; todos los lugares parecen accesibles. Salgo a la calle pero como siempre y en cada ocasión, la realidad se me revela distinta. Creía que era suficiente con obedecer el mapa. Aparecen obstáculos inesperados, nunca insalvables, aunque visibles y contradictorios. No porque me impidan seguir, sino porque no se ajustan al mapa: tengo que adaptar la lectura a lo que veo; las calles se muestran más largas o cortas de como sugiere el plano, las escalas son desproporcionadas, etcétera. Podría obviar los desajustes, pero la diferencia entre mapa y realidad asume un carácter distinto, es como una presencia paralela, porque no solo observo todo por primera vez, sino que también ajusto recíprocamente la representación del mapa y mi propia experiencia.
Entonces veo que, en un punto, corro el riesgo de perderme en la lectura del mapa, o, peor todavía, el riesgo es aplicarme a una caminata comparativa por calles indistintas hasta que el día termine. Advierto que el mapa supone imprecisión, revela y oculta en un mismo movimiento.
En realidad, solo podemos leer los mapas de las ciudades que conocemos. En mi caso, por ejemplo y en primer lugar, Buenos Aires. El problema es que en situaciones normales, cuando conocemos la ciudad, el mapa, en una suerte de trampa urdida con la lectura, se revela también insuficiente, porque ahora cualquier señal sería redundante o limitada. Si me pongo a pensar, esa es la relación que tengo con Buenos Aires: redundancia e insuficiencia. No sé si a cada quien le pasará lo mismo con su propia ciudad. La geografía está subrayada por mi experiencia y en especial por el pasado; hasta las características físicas del terreno, que en Buenos Aires son siempre intrascendentes, dada la casi constante horizontalidad del territorio donde se asienta, forman parte de la memoria profunda de los individuos como esos poemas escolares aprendidos hasta la extenuación. Lo mismo puede pasar con los elementos morfológicos y urbanos, la invariable composición de la luz en calles o avenidas, el peso a veces oprobioso, obsceno o feliz de algunas series de fachadas, los ángulos, las curvas y las esquinas, la presencia de lo comercial, etcétera; pero quiero decir que, sobre todo, Buenos Aires como ciudad es para mí un mapa de sí misma, porque aunque la conozca hasta lo profundo, cualquier cosa que esto quiera decir, se presenta siempre como si se tratara de señales en permanente conflicto y cuyo significado es fatalmente variable.
Me detengo en cualquier esquina y por unos momentos no entiendo lo que tengo delante; es un sentimiento donde se mezcla el sentido del origen, el peso vacilante del pasado y el conocimiento práctico y a la vez equívoco de la vida de la ciudad. De esa combinación surge otro mapa que en general no es fácil interpretar. Ese mapa aleatorio y puramente imaginario me lleva a pensar que soy otro, alguien que ha amanecido a la vida esta misma mañana. Sin embargo, ser otro significa no tanto un nuevo comienzo o una nueva personalidad, sino más bien un mundo nuevo, o sea, que la realidad y todos los individuos –menos uno mismo– pierdan o dejen de lado su memoria y me admitan como un miembro hasta entonces desconocido, recién llegado, o como alguien sin ostensibles ataduras con el pasado. No hablo del mundo en general, con sus miles de millones de habitantes, sus especies animales y su infinita cantidad de ciudades; en realidad pienso en el mundo de mi ciudad.
La fantasía imposible pasa entonces porque cada una de las personas de Buenos Aires sufra una amnesia espontánea y me admita en su mundo como un recién llegado, sin lazos con el pasado ni compromisos con el futuro. La ciudad de Buenos Aires como escenario de esos relatos utópicos del pasado en los que un desconocido, que representaba al mundo real, llegaba por accidente a una comunidad que vivía de espaldas e ignorante de ese mundo. Porque en un punto eso pasa siempre: más que la pretensión de ser otros, queremos que nuestra comunidad no nos reconozca, y que al no reconocernos nos haga creer que somos extranjeros absolutos.
Es por eso quizás que mi mejor modo de hablar sobre Buenos Aires –cualquier cosa que signifique “mejor modo”– es no referirme a ella: clausurar todo riesgo de registro testimonial o de avatar trascendente. No me gusta ver la realidad construida para la literatura.
Puedo hablar, por ejemplo, sobre los colectivos de Buenos Aires; en especial referirme a sus recorridos abstrusos e insólitos, que parecen obedecer a un impulso por querer ir en todas las direcciones al mismo tiempo, grabados en mi memoria como si pertenecieran a una categoría espacial autónoma, incluso más, como si fueran animadores constantes de una quinta dimensión que organiza el territorio de un modo invisible, pero a la vez palpable. Me ha pasado durante años y me sigue ocurriendo: unir puntos de la ciudad según los recorridos de las líneas de colectivos, como si fueran regueros de actividad que se disipan sin dejar rastros, pero que perduran difusos y ciertos, tal cual los trazos de la gente nómada. O puedo hablar de los trenes y su batalla perdida por hacer visible un paisaje urbano siempre momentáneo.
Colectivos y trenes de mi ciudad han sido las cosas que más amé, siempre, no solo por su presencia permanente, acaso también por su promesa de funcionamiento autónomo; máquinas urbanas ajenas a cualquier voluntad –en el buen y en el mal sentido– de los habitantes. Puedo hablar de todo eso, pero aun siendo materia tan elusiva prefiero no hacerlo, porque considero que lo propio debe mostrarse siempre de manera sobre todo difusa. Porque así como detesto ver la realidad organizada como literatura, desprecio lo claro y lo explícito, las pretendidas formas de lo verdadero que buscan imponerse como tales, y recelo de que mi ciudad y cualquier ciudad se muestren de ese modo.
El visitante, Buenos Aires, Excursiones, 2017.