Primera constatación: si las huellas de muchos años de traducir emergen a la superficie sensorial de mi cuerpo como restos de un naufragio, es porque mi cuerpo ha sido desde el comienzo, profundamente, el medio de este viaje.
El aumento vertiginosamente progresivo de los lentes que me receta mi oculista. La fatiga de los ojos que parece incidir directamente sobre la materia cuando las letras se echan a andar, como hormigas desorientadas –a veces en círculos–, sin seguir el orden lineal de las palabras, algo a mitad de camino entre la aberración óptica y la alucinación. Incipientes tendinitis, declaradas o ignoradas. La espalda, curvada y crujiente. Dolores ya habituales en los hombros, el cuello, las lumbares. Consecuencias visibles o secretas de un sedentarismo prolongado. Si no me he dado cuenta de cuánto, cuándo, cómo mi cuerpo intervenía en el proceso de traducción, la forma que mi cuerpo tiene hoy lo pone en evidencia: es la traducción de la traducción. El cuerpo siempre fue el lugar de este ejercicio, su actor principal, de otro modo no me pasaría ahora la factura por los servicios prestados, ni se rebelaría –tarde sin duda– contra esta explotación sostenida, contra esta ocupación.
Pero la vida nos gasta, es un hecho. Y yo querría ir más allá, explorar el modo en el que la experiencia de la traducción se inscribe en el cuerpo que la escribe, la traslada, la traduce. Querría pasar de los dolores, y hablar del placer de traducir en su íntima corporeidad.
Pienso necesariamente en la lengua, porque la lengua piensa, y piensa en lenguas. Pienso en mi lengua como el cuerpo sinuoso, como el animal sensible que habita la caverna de mi boca: calle recubierta de papilas desde la que ingiero y profiero, con la que degusto y devuelvo, por la que puedo respirar y paladear, escupir o prorrumpir, eructar, vociferar, canturrear, abuchear, increpar, escandir. Esa abertura hacia lo más recóndito de mí, pedazo de mi intimidad expuesta a los vientos y donde vive mi lengua, en agazapada espera, en la prontitud del exabrupto, en la inminencia de la idea en la punta del tiempo y el sabor de ese pienso del cual se alimenta. Pienso en mi lengua. ¿Pienso por mi lengua, con mi lengua? Es mi lengua la que me piensa, la que me habla, la que me dicta y me traduce. Pienso, luego traduzco.
La lengua, órgano del cuerpo. La querida lengua que produce el habla, pero es, también, un órgano del gusto. Y es, también –qué gran noticia–, un órgano de placer. La lengua que me dio mi madre para que balbuceara la lengua materna y otras lenguas por venir es la lengua que me produce gozo. Yo gozo con mi lengua, que también es el órgano del beso y el de la poesía: la lengua que fabrica, la lengua que engendra, la lengua que da a luz. Mi lengua me trae los goces del mundo y los goces del texto, y mi lengua le canta mis goces al mundo.
La lengua produce pensamiento que hace cuerpo de letra, y ese cuerpo se da a sí mismo ciertas prótesis: el libro por ejemplo.
Toda escritura es traducción de un proceso mental que se transfiere a una danza de la lengua, y esa escritura se prolonga y traslada a las prótesis –de papel, de piedra, de cristal líquido o así sucesivamente–, y a esas prótesis se “conecta” la lengua del otro, en la lectura. Pues se lee con la lengua. Pero es la escritura –ese cuerpo de la lengua fuera de la lengua al que el proceso mental es trasladado, traducido– la que enseña a la lengua el pensamiento mismo. Danza de la lengua fuera del cuerpo, la escritura –su traducción– es el maître à penser de la lengua que la piensa.
Hablamos la lengua y la lengua nos habla, producimos (manifestamos) la escritura en o sobre prótesis compartidas que afectan, que suscitan, en nuestros cuerpos, afectos.
No existen tareas intelectuales que no sean, ante todo, tareas del cuerpo, tareas de la lengua: en la lengua, y por las prótesis, en mí y en el otro, producimos cuerpo de letra.
La tarea de traducir es un viaje físico entre lengua de origen y lengua de destino: un camino entre dos o más cuerpos. El deseo del traductor es hacer cuerpo para ese viaje. Es un deseo de la lengua: el deseo de hallar los gestos que en mi lengua reproduzcan los goces de la lengua del otro. Es el deseo de “actuar”, de interpretar en un cuerpo los gestos de otro cuerpo. Como el del beso, es el deseo de una lengua por otra lengua.
En la relación desencarnada que va del texto al texto, de una prótesis a otra, la traducción es el traslado, el atravesar de los gestos de la escritura de otra lengua por el cuerpo del traductor, por la lengua del traductor. Y es en su cuerpo que él oye y se dice y canta y escande y testea y saborea su traducción.
Es con su lengua y en su lengua, por su lengua física –con movimiento y con gesto material cuando se lee en voz alta, o en ventrílocua quietud cuando se lee en silencio– como la traducción se enuncia y se pronuncia.
La traducción: canción y escansión, percepción física de sílabas, de silencios, de ritmos. Mi lengua oye y tararea, palpa y degusta, prueba y comprueba, esboza y perpetra: así es como toda traducción, todo traslado se hace a través de mi cuerpo, así es como mi cuerpo es el vehículo único de este trasiego.
No hay tal cosa como una lengua de la tribu: solo la encarnada en nuestras lenguas individuales respira. El idioma de un pueblo no existe sino hecho carne en sus hablantes y depositado, en latencia, sobre sus prótesis. Toda lengua es solitaria y extranjera.
A la lengua de una autora o de un autor, doblemente inexistente en la lengua de destino, es la lengua del traductor, su proposición de reescritura, la reinterpretación de los gestos de la voz de aquel otro mediante los gestos de la propia voz, la que ha de darle un cuerpo posible en la lengua de acogida. Es mi lengua su carne: aquella carne donde se prueban y se aprueban la textura y el gusto del texto, y todos sus sentidos; es esta boca mía la que entrega a la lengua de origen su beso de bienvenida a la lengua de destino. Aquí se ejerce la revisión, aquí se otorga el visado: la lengua es el órgano de la hospitalidad.
Hace pocos días, inesperada, la voz de una amiga nuestra vino estibada en un texto de Kafka. Yo leía a Kafka, que decía sus nadies en el idioma chileno y entrañable de Camila, y era la voz de Camila la que me los leía en silencio. Kafka traducido al camilés, pero también Camila traducida al kafkiano. Yo la oía realmente, oía la voz de la amiga, su grano inconfundible, aunque fuera Kafka el que se decía en ella. Y no era defecto (como el de decir: exceso de traducción). Era virtud: la virtualidad de Kafka hecha carne en la lengua corpórea y verbal de Camila, dueña de una voz que yo podía oír en mi oído más interno.
Pienso en los repertorios de gestos que alimentan a las lenguas, donde abrevan sus modales y sus gestas. Hay, para los músicos, los llamados temperamentos: por ejemplo, el círculo de quintas de la afinación pitagórica, fa, do, sol, re, la, mi, si. Hay otro repertorio llamado “dinámica” que comprende los matices de intensidad del sonido: como piano, pianissimo, mezzo forte, forte. Y luego los matices de tempo: Largo, Lento, Adagio, Andante, Moderato, Allegro, Allegretto, Presto, Prestissimo. Qué bonitos nombres tienen todos estos gestos musicales. Y hay tantos otros cuerpos de lenguaje que expresan de manera corpórea –cantábile– estados, humores, texturas –musicales, lingüísticas, poéticas– tal como se nos cantan en el cuerpo. Tenemos las 22 letras del alephbeth, el alfabeto hebreo; son 22 cuerpos con sus gestos respectivos: aleph-unidad, beth-casa, guimel-fuerza, poder, dalet-apertura, puerta, hé-respiración, oración… y sus inagotables combinaciones producen incontables gestos del cuerpo y del mundo. Hay 121 tipos generales de consciencia y 84.000 estados mentales según el Abhidharma o psicología budista. Y al maestro zen Taisen Deshimaru, ese río de Francia que corre junto al dojo donde impartía enseñanzas, le “dictaba”, por la noche, “84.000 haikus”. Hay unos 50.000 ideogramas en la escritura china, y otro tanto en el repertorio de los kanjis: su combinación gráfica, por la escritura y la caligrafía, hace prótesis portadora de gestos virtualmente infinitos del pensamiento-emoción: es la vida “espiritual” de la lengua.
No se trata tanto de encontrar, para mí, “equivalentes” conceptuales o expresivos de una palabra o de un sintagma, en un idioma y en otro. Sí, de eso también se trata. Pero no es en ese repertorio donde intento hallar el nombre, hoy, del acto del traductor, porque quiero seguir el viaje corporal de la traducción. Se trata de detectar, de reconocer y modular, se trata de articular aquella frase que vuelve a hacer carne de su carne, cuerpo de su cuerpo y lengua de su lengua –es decir, la que encarna, reincorpora o re-enlengüece– el gesto de la lengua de origen en la lengua de destino.
Hallar ese color, ese calor, ese aroma, ese clima, ese frío, ese brío, ese ritmo específicos, esa inclinación o insinuación, esa propensión o esa ironía, esa agonía: No es tanto un sentido como un destino. Un sentido-destino que hace cuerpo en la lengua del traductor, la que saborea y acoge la integración, la incorporación, la encarnación del cuerpo de aquella frase-gesto del cuerpo de lengua original en su propio cuerpo de lengua.
Sé que estoy haciendo abstracción de casi todos los problemas de la traducción y de tantos saberes lingüísticos. Sé que a lo que digo se le pueden oponer mil objeciones técnicas y realistas, y que parece que hablo de algo dado, cuando no es así: no, yo hablo de aspiración e inspiración, de lo que siempre busco y a veces encuentro. Entiendo perfectamente el peligro de incurrir en una terrible simplificación. Sobre todo, entiendo el riesgo de caer en una especie de platonismo lingüístico. Creo que podré sortearlo.
Yo creo en esos gestos por los cuales la unidad de la lengua no es nunca la palabra, ni siquiera la frase, sino la carga explosiva, y expletiva por qué no, de la frase: gestos de la lengua que son sentido, sonido, textura, sabor e intención inextricables, en última instancia intransferibles, instantáneos e inasibles. Pianísimo, irónico, parco, fatigado, de modo similar, no obstante, aunque parezca mentira, doble o nada, había una vez, quienquiera que sea, si es que acaso, por redundante que parezca, y tan campante, por esos días yo, cuando suena el río, atrévete y verás, tu mano en la mía, would you tell me please, je ne regrette rien, de mil y mil amigos muertos, ver la parte acuática del mundo, longtemps je me suis couché de bonne heure, la noche soy y hemos perdido. Serie infinita de los gestos de la lengua que solo hallan su traducción al rehacerse cuerpo en esta lengua que señorea en mi casa, el íntimo país no regido por ninguna otra autoridad cuya ciudadanía alberga infinitas diferencias: de cada pueblo un paisano, de cada cuerpo una lengua.
¿Platonismo? La acusación se anula desde el momento en que la lengua, toda ella, tanto la lengua de origen como la lengua de destino, no existen fuera de mí, fuera de mi casa, fuera de la tierra que habita mi lengua. Solo en esa lengua de tierra y en esa libra de carne, viven. Son la elaboración que la experiencia de mi cuerpo, en todos los sentidos de la palabra, hace del mundo, de las maneras en que una y otra lengua nombran las cosas; los nombres que la experiencia que me atraviesa adquiere en mí, las maneras en que esas lenguas reencarnan en mi cuerpo; de acuerdo a la manera que mi cuerpo tiene de participar y de ser permeado, de ser modulado por las lenguas, en el sentido abstracto y social, sonoro y canoro, teórico y práctico, abstracto y corpóreo, gestual y ambiental de la palabra. Las lenguas no encarnan, no viven sino en mí: no existe ningún acuerdo general, no existen ideas rectoras fuera de mí, ni sensaciones o intenciones abstractas de la lengua fuera de mi lengua. En las prótesis, las palabras no viven sino que yacen, inertes, en potencia de infinitas suscitaciones.
Siempre me he considerado intérprete, y eso es todo lector y todo traductor: mi lengua es la ejecutante de una partitura de la que, como las de las músicas antiguas, nadie tiene más que suposiciones sobre cómo debieron sonar entonces. La partitura se canta y se recita, se interpreta en mi cuerpo. Pero ella misma no es más que tinta sobre papel, sangre fría de máquinas inyectada en las prótesis: olvido y conjetura.
En el sistema de las lenguas, solo mi lengua (la de cada uno de nosotros, se entiende) es la terminal viva de un circuito protético donde todo lo demás: libros, diccionarios, bibliotecas, computadoras, los textos de todos los archivos y de todos los letreros y de todos los cuadernos y de todas las pizarras y pizarrones y de todos los scrabbles del mundo, no son más que cables y circuitos, manos mecánicas. Solo mi lengua es el software de la interpretación: sin ella soy sordo y mudo y afásico y huérfano de lengua materna y viudo de todas las lenguas desposadas por el estudio o por el viaje, sin ella vivo en una casa vacía y en una patria muerta.
Al fin y al cabo, el modo de transmisión de las lenguas es la imitación. Indirectamente imitamos, por inferencia, el gesto físico del aparato fonador del otro, la experiencia necesariamente física de los sonidos y los sentidos asociados, el ademán de su minuciosa construcción en el tiempo –su escritura–; un cuerpo albañileado en palabras, un montaje de partes vivas: un Frankenstein. Cada uno de nosotros es un macaco cuya lengua mima, en el interior de la caverna de la boca, la memoria del gesto de las lenguas que nos preceden. La lengua original, por definición, es una lengua perdida.