En 1998, o tal vez 1999, leí La velocidad de las cosas, una, por así decirlo, deforme, inquietante y estruendosa novela de Rodrigo Fresán. Ya en su primer capítulo —“Apuntes para una teoría del lector”— Fresán —o la voz narradora que Fresán asume en ese capítulo— establece dos preciosas categorías de lectores: “Están aquellos —dice Fresán, o su voz— que al final de un cuento suspiran ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?, y están los que optan por sonreír ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien!”.
Aún hoy, tantos años después, recuerdo y reconstruyo el efecto que me produjo semejante ingenio: “Por qué no se me habrá ocurrido a mí”, fue lo que pensé, fue lo que sentí. Fresán, y junto con él Juan Forn, fueron algo así como “los Cortázar de mi juventud” —asumiendo a Cortázar como esa especie de símbolo, de bandera literaria que enarbolaron las juventudes lectoras, y no tan lectoras, de los últimos 60’, casi todos los 70s, y de buena parte de los 80s. Una bandera que casi deglute al pobre Cortázar. Con feliz irresponsabilidad, yo dejé —y lo haría otras mil veces— que gente como Fresán y Forn me volaran el cráneo, que me alteraran la vida quiero decir. El consumo cultural que ambos proponían, el torrente de nombres propios en cada cuento, en cada párrafo, el ritmo vertiginoso, la sensación tan adolescente de que alguien habla —y escribe— en mi mismo idioma. A todo el mundo debe pasarle igual, todos debemos tener ese instante de desequilibrio en que damos el salto. Ese instante definitivo en que la literatura se mete en nuestra vida y la trastoca para siempre, la confunde y nos confunde a tal punto que somos un mero papel, finitos como un papel.
La velocidad de las cosas, para seguir con el libro de Fresán, venía precedida de epígrafes como estos: “La clase de historias que la gente convierte en vidas, la clase de vidas que la gente convierte en historias” (Philip Roth); “O nuestras vidas se convierten en historias, o no habrá manera de darles algún sentido” (Douglas Coupland); “La propia vida no existe por sí misma, pues si no se cuenta, esa vida es apenas algo que transcurre, pero nada más” (Enrique Vila Matas); “Las historias sólo le suceden a aquellas personas que pueden contarlas” (Michael Cunningham); “Nos convertimos en las historias que contamos de nosotros mismos” (Paul Auster); “Sólo la parte inventada de nuestra historia —la parte irreal— ha tenido alguna estructura, alguna belleza” (carta de Gerald Murphy a Scott Fitzgerald).
Frases sueltas, como eslóganes con los que uno —lector joven, iracundo y de crítica endeble— corría a estamparse una remera. Yo —lector iracundo y, sobre todo hoy, de crítica endeble— no sólo que corrí a estamparme las remeras en cuestión, sino que asumí aquellos eslóganes con el mismo sentimiento reseñado por Fresán: “Por qué no se me ocurrieron a mí”. Es decir, arribé a la literatura desde la envidia, desde el venenoso deseo de ser uno de aquellos autores, de ser alguien capaz de escribir una cosa así: “Es curioso, vivimos la vida en primera persona del singular pero llegado el final, se nos aparece la opción de un cambio en la composición del relato. Esta nueva velocidad de las cosas es la que nos permite entonces vernos desde afuera, mirarnos mirar, sentirnos sentir, muriendo morir”.
Hace unos pocos meses, la envidia —como dije, mi manera de arribar a la literatura— me asaltó con fuerza hacia el final de un cuento de Alejandro Zambra, escritor chileno, más o menos de mi edad pero mucho más lúcido, brillante y delicado que yo: el cuento se llama “Yo fumaba muy bien”. Se supone que la literatura de Alejandro Zambra calza a pie juntillas en lo que algunos —los franceses— llaman autoficción, una especie de abordaje ficcional del pasado —o incluso del presente— personal o colectivo que asume y altera procedimientos propios de la biografía. Bueno, el asunto es que en su cuento Zambra recurre a una canción de Roque Narvaja. “Menta y limón”, quizá la canción más mentada —ya que de menta hablamos— de este cantante argentino. Como tantos de mi generación, yo también crecí con esa canción en los oídos. Era de las preferidas de mi madre. Hace poco, el pasado día de la madre para ser más precisos, le regalé a mamá un enorme par de auriculares. Nada me cuesta imaginar, de hecho la veo, a mamá con los auriculares puestos. Escucha y canta —mal, modificando la letra— “Menta y limón”. Pero aun así su voz es tan dulce… o yo, que soy su hijo y soy muy mamengo, la siento así.
El estribillo de “Menta y limón” es hermoso: lo digo yo pero también lo dice Zambra en su cuento, y si Zambra lo dice debe ser cierto. Así dice el estribillo: “Espero despierto la mañana / fumándome el tiempo en la cama / llenando el espacio con tu cara / canela y carbón”. Dice Zambra que a él, a los seis o siete años, le impresionaba la imagen de un hombre fumándose el tiempo. Que seguro fue ahí, dice, que por primera vez asoció el paso del tiempo con el acto de fumar. Hace menos de un año que mamá —mi mamá, no la de Zambra— dejó el cigarrillo. Fumaba mucho, mamá, mucho más de lo que asegura haber fumado el delicado de Zambra. A mí lo que me impresionó siempre de “Menta y limón” fue mamá, que mamá fuera el hombre ese que se fuma el tiempo. Para mí, esa canción es mía y de mi madre, aunque Zambra diga que es de Roque Narvaja.
Pero no es el tiempo, y tampoco es el acto de fumar: es la literatura. La literatura, que invade cada resquicio de vida y provoca trastornos temporales. Uno supone que es uno mismo quien se lanza, quien va en busca de la literatura. Uno se imagina invadiendo ese territorio con ímpetu arrollador, con la convicción de un poeta. Pero resulta que no. De pronto un día te descubrís leyendo el cuento de un chileno y resulta que, en el momento menos pensado, ese cuento —la literatura— te toma del cogote y te arrastra años, meses atrás, cuando la madre de uno fumaba y escuchaba “Menta y limón”, igual que hace ahora con ese hermoso par de auriculares nuevos…
Pero la puta, piensa uno, cómo es que no se me ocurrió antes a mí. Y entonces odio a Zambra. Pero el odio dura poco, entre otras cosas porque al toque me doy cuenta que, de una manera retorcida, de una manera muy literaria, Zambra soy yo. Y yo soy también Roque Narvaja. Entonces “Menta y limón”, y el mismísimo cuento de Zambra, “Yo fumaba muy bien”, es evidente que son obras mías. En última instancia, hace tiempo sabemos que la literatura se sostiene en dos nobles gestos: el robo y la mentira. “Por las calles de mi vida voy mezclando la verdad y la mentira”, dice otra estrofa de mi tema “Menta y limón”.
Pero eso sí: mi mamá nunca va ser la mamá de Alejandro Zambra. Y por un momento, entonces, dejo de preocuparme y pienso: qué bueno que se le ocurrió a alguien. Qué bueno que se me ocurrió a mí…
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Pongo ahora un gran punto aparte, o bien dejo un espacio, una línea en blanco, lo que más les guste, y paso a contarles del escultor, escritor, artista chaqueño Crisanto Domínguez. Quiero habarles de Crisanto porque, además de ser chaqueño como soy yo, Crisanto, él y su vida entera, expresan una manera peculiar de lanzarse a la literatura. O de ser alcanzado por ella.
Crisanto nació en 1909 en un paraje cercano a Las Palmas, un pueblito del Chaco. Allí vivió junto a su familia el yugo y la explotación de los patrones ingleses a cargo de los ingenios azucareros y tanineros. De muy chico se unió a un grupo de contrabandistas con los que vadeó el río Paraguay, entre alimañas, yacarés, serpientes y mosquitos del tamaño de un tapir. Presenció y vivió la vida del gaucho nordestino, hambreado, cuchillero y marginal. Se sumergió en los cañaverales, en la cosecha de algodón y en los quebrachales, de donde salió —como todos los hombres que allí se hundieron— más pobre que una rata. Era todavía un niño cuando participó de las legendarias huelgas de obreros y hacheros de 1919 y 1921, huelgas salvajemente reprimidas por la policía del entonces Territorio Nacional del Chaco, por los gendarmes, por los sicarios de la compañía, y por el mismísimo ejército argentino. También era niño cuando se inició en la escultura. Como polizón de un barco naranjero llegó a Buenos Aires, en donde deslumbró con su obra y de donde se fue hastiado y más bien triste. Su vida, simplemente abruma.
En 1937 era empleado municipal en Resistencia. Trabajaba en la sección Parques y Jardines, pero trabajar con él, dicen, era un perno: Crisanto vivía empedo. Para distraerlo, para darle algo que hacer, le encargaron un monumento homenaje a la cultura indígena. Después de la masacre de Napalpí, que fue en 1924 —masacre donde la policía del Territorio mató más de 200 indios—, se vivió en Resistencia como una temporada de culpa, que se expresaba en gestos así, en cumplidos un poco traídos de los pelos. El asunto es que Crisanto se tomó el encargo bien en serio. Modeló y talló una escultura de hierro y cemento, un varón toba armado con arco y flecha. Y desnudo. Medía unos tres metros y medio, y sus partes íntimas, por lo tanto, resultaban prominentes. La obra fue emplazada en 1938 en la intersección de dos avenidas muy transitadas, y el estupor social fue inmediato: un indio gigante, en bolas, en pose de guerrero —y con un terrible miembro—, se adueñó de la ciudad. El malón de uno solo, el malón más bestial. Poco se aguantaron los resistencianos. La primera censura fue sutil: se le adosó al indio una especie de taparrabos, un calzón de tela arpillera que cubría sus partes pudendas. Pero no fue suficiente, más que nada porque a diario iban los pibes a desnudarlo, a robarse el taparrabos y a dejarlo en bolas, como había venido al mundo. La segunda censura ya fue brutal: mandaron a un par de empleados municipales a que, cortafierro y martillo en mano, castraran al indio. Durante el tiempo que siguió, la obra fue reconocida como “El indio capado”. Crisanto no toleró semejante afrenta, si la obra no está entera —se dijo— mantener su emplazamiento no vale la pena. Por entonces Crisanto formaba parte de la Peña los Bagres, un grupo de hombres de vida disipada que se reunía cada noche a beber, hablar de arte, de política, de lo que venga. Junto a ellos marchó Crisanto una madrugada, armados de antorchas, como en procesión tenebrosa. Lo que hicieron fue arrancar al indio de su emplazamiento y trasladarlo a unos terrenos medio baldíos de la ciudad. Y después no se supo más de aquella semejante escultura. Digamos, desapareció para siempre.
Si bien esta anécdota resulta poco puesta a comparar lo que fue toda la vida de Crisanto, tiene sí unos cuantos y potentes elementos: la irreverencia de Crisanto, el soberano miembro de aquella escultura, el escándalo, la posterior castración, y la definitiva desaparición.
Crisanto Domínguez escribió dos novelas: Rebelión en la selva y Tanino; la primera publicada en 1948, y la otra, Tanino, en 1952, en ediciones que se pagó él mismo. Se trata de dos novelas que pueden entenderse como una sola, en la que Crisanto da cuenta de esa vida suya, tan intensa y como al filo de todo. Rebelión en la selva y Tanino fueron rescatadas hace ya unos diez años por iniciativa del escritor Francisco Tete Romero, cuando Romero estuvo a cargo del Instituto de Cultura del Chaco. “Crisanto es el artista más rebelde y transgresor que supo escribir y esculpir en el Chaco —dice Francisco Romero—, y esculpió y escribió con todo el cuerpo. Porque fue obrero y viajero incansable, porque nunca dejó de tener hambre y sed de belleza. Y porque no disoció la belleza de la búsqueda de la justicia y la verdad”.
Es muy poco probable, diría que hasta imposible, que Crisanto —que murió en 1969— escuchara hablar alguna vez de autoficción o de algún tipo de “literatura del yo”. Aun así, fue capaz de enhebrar en sus novelas ficción, vida —la “famosa vida”, como suele decir Enrique Vila Matas— y hechos históricos. Con una cierta y feliz inconciencia, Crisanto expresa —acaso de modo extremo, hasta salvajemente— la bella tensión entre arte y vida. En un capítulo de Rebelión en la selva —en el que narra parte de sus peripecias en el monte, junto a los indios— se da el lujo de poner a discutir a su, digamos, “yo terrenal” —o yo sobreviviente— con su “yo artístico”, o yo aventurero, o yo poeta. Es una discusión un poco alucinada, probablemente anacrónica, pero escuchen y no me digan que no es bellísima: “¿Es que vas a volver a molestarme de nuevo con tus fantasías? —dice el yo terrenal— Bastante hambre y frío me hiciste pasar con tus locuras. ¿No experimentaste ya la desilusión, la caída de tus castillos de naipes y de tus ciudades malditas, en tu mundo de engaño? En Buenos Aires, tu meta de juventud, ¿te acordás? Cuando me decías después de tus primeras exposiciones: ‘Esto es vacío, aquí todos han perdido su corazón. Me vuelvo a la selva’… Y ahora que estás acá, rodeado de árboles, pájaros, flores y mujeres que sólo saben cantar, ¡querés volver a tus ciudades de piedra!” A lo que el Crisanto artista respondía: “Vos no entendés. ¡Te ciegan tus pasiones, que son de tierra, de carne y de nada más! En cambio yo estoy hecho de perfumes, de cantos, de fantasías, de ideales, como vos decís. Pero de todo eso junto nacen maravillas que hacen de la vida más vida. No soy cobarde, como pensás. Soy capaz de dar el hálito de vida que me sostiene en bien del hombre y en aras del arte, que cuando es verdadero ilumina el sendero de la humanidad”.
Hemingway, que escribía de pie, parado, decía algo parecido: “Todo lo que tienes que hacer es escribir una oración verdadera. Escribe la oración más verdadera que conozcas”. Como Hemingway, Crisanto entendía el arte desde la honestidad, el arte como forma de vida. O quizá sea al revés: la vida como una forma del arte. Porque es a partir de su arribo a la literatura que Crisanto narra, cuenta, hace estallar su vida, al tiempo que hecha luz sobre la vida odiosa y opresiva de los indios, criollos y trabajadores, muertos de hambre de una época argentina. Un estallido iluminador y literario.
“La propia vida no existe por sí misma, pues si no se cuenta, esa vida es apenas algo que transcurre, pero nada más”, dijimos que dijo Fresán que dice Vila Matas.
Digamos, cuando Crisanto se lanzó a la literatura, se lanzó, no de cabeza, sino de panza. Y el suyo fue un soberano panzazo, un panzazo muy adelantado, de otro tiempo. Por lo menos en lo que respecta a la literatura chaqueña, que si bien es cierto que se trata de una literatura, por así decirlo, en pañales, es también una literatura potente y de rasgos definidos. Lo digo yo, que soy escritor chaqueño.
Es sólo una cuestión de actitud, canta Fito Páez. No sé si será tan así, pero hace poco también Vila Matas aseguró que su manera de abordar la literatura es la del Mascherano del Mundial 2014: “Juego como vivo”.
Quizá por ese lado haya que buscar eso que tanto atrae de lo que llaman autoficción —o de la forma literaria que bautizaron así: por la manera a veces coqueta y otras veces salvaje que tienen ciertos autores de prenderse fuego, no para quemarse, sino para echar luz.